
Donde la Batalla se Gana o se Pierde
¡Si te volvieras, oh Israel!, dice Jehová… (Jeremías 4:1)
Nuestras batallas las ganamos o las perdemos desde el principio en los lugares recónditos y secretos de nuestra voluntad en la presencia de Dios, nunca a la vista del mundo.
El Espíritu de Dios me arrebata y me siento compelido a permanecer a solas con Dios y a pelear la batalla delante de Él. Mientras no haga esto, siempre seré derrotado. La batalla puede durar un minuto o un año, esto dependerá de mí, no de Dios.
Sea cual sea el tiempo que tome, he de pelearla a solas delante de Dios, y he de estar resuelto a ir delante de Él a través del infierno de la renuncia, o del rechazo. Nada ni nadie tiene poder alguno sobre aquel que ha peleado la batalla delante de Dios y ha ganado.
Nunca deberíamos decir: «Esperaré hasta encontrarme en circunstancias difíciles, y entonces pondré a Dios a prueba.» Intentar esto no funcionará . Antes debemos resolver la cuestión entre Dios y nosotros en los lugares recónditos del alma, donde nadie más pueda interferirse.
Luego podemos seguir adelante, sabiendo con certidumbre que la batalla ha sido ganada. Piérdela ahí, y la calamidad, el desastre y la derrota ante el mundo los tienes tan garantizados como seguras son las leyes de Dios.
El motivo de la derrota es que intentamos pelear la batalla, ante todo en el mundo externo. Vete a solas con Dios, lucha delante de Él, y resuelve la cuestión de una vez por todas.
Al aconsejar a otros, nuestra postura debería ser siempre dirigirlos hacia la toma de una decisión de su voluntad. Así es cómo comienza la entrega a Dios. No siempre, pero de vez en cuando, Dios nos conduce a un punto importante de inflexión, una encrucijada cardinal en nuestras vidas. De ahí en adelante o bien degeneramos hacia una vida cristiana más y más lenta, perezosa e inútil, o progresamos y nos avivamos más y más, dando todo nuestro ser para toda Su gloria.