
Oyentes Inexpertos
Escuchar a Dios no es algo que sepamos automáticamente cuando venimos al mundo. Tenemos que adiestrarnos para escuchar. Con frecuencia nos vemos impedidos de escuchar a Dios debido a nuestra falta de experiencia, pero disponemos de algunas herramientas divinas a las que podemos echar mano firmemente para asistirnos en la tarea de escuchar su voz.
Es nuestro entrenador por excelencia el que nos proporciona todo lo que necesitamos para la absoluta obediencia. Primero, deberíamos preguntar. Si hemos de escuchar, tenemos que aprender a preguntar persistentemente.
Planteándonos preguntas tales como: «Dios mío, ¿qué es lo que estás tratando de decirme?», le damos la oportunidad de responder y dar a conocer su respuesta. Dios siempre las tiene, pero a nosotros nos corresponde a veces formular las preguntas acertadas. Un corazón inquieto que interroga es esencial para escuchar a Dios.
Segundo, deberíamos estar a la expectativa de que Dios hable. Las Escrituras prometen que Dios va a hablar, de modo que deberíamos tomar sus palabras al pie de la letra y estar ansiosos por escucharlo. Dice la Biblia que «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebreos 13.8). Esto significa que Dios hablaba en épocas pasadas (es decir, ayer), sigue hablando hoy y seguirá hablando en toda la eternidad.
Tercero, deberíamos reaccionar ante lo que oímos. Si no reaccionamos en absoluto ante lo que nos dice Dios, jamás aprenderemos a escuchar. Si no sabemos con seguridad que hemos oído hablar a Dios, entonces debemos actuar positivamente en el sentido en que creemos que nos ha hablado.
Aprendemos de esa manera porque damos un paso de fe. Dado que Dios es un Padre amante, si ve que nos movemos en dirección equivocada, se ocupará de corregir el curso a fin de que andemos en la verdad. Es posible que no oigamos acertadamente todas las veces, pero esto también forma parte del proceso de aprendizaje.
¿Cuántas veces se cae el niño antes de aprender a caminar? No le pedimos que atraviese la habitación en su primer intento. Algunos somos muy parecidos a Samuel: Dios tiene que hablar varias veces antes de que por fin lo reconozcamos. Cuarto, deberíamos estar alerta a los acontecimientos que confirman el mensaje. Vez tras vez Dios confirma su mensaje. El habla, nosotros obedecemos y con bastante frecuencia la confirmación nos llega de inmediato.
Quinto, deberíamos pedirle a Dios que nos hable. Antes de acostarse a dormir, ¿por qué no le dice al Señor que está escuchando y que está dispuesto a oír lo que tenga que decir a cualquier hora de la noche? Se sorprenderá de la cantidad de soluciones necesarias para resolver problemas acuciantes que se le presentarán sin mayor esfuerzo de las profundas heridas que se curan suavemente cuando le decimos a Dios que estamos listos y dispuestos a oír su voz.
Cuando interrogamos a Dios, cuando estamos a la expectativa de que nos hable, cuando respondemos ante lo que oímos, cuando estamos alerta a sus confirmaciones, y cuando sencillamente le pedimos que hable claramente, preparamos el escenario para la aventura más grande conocida por el hombre: la de oír al Dios todopoderoso entregarnos su mensaje. ¿Qué mayor privilegio, qué mayor responsabilidad podríamos anhelar?