Para vivir en libertad
Cuando la verdad del Evangelio nos llega, nuestra vida cambia radicalmente. La extraordinaria llave que abre la puerta para que ese cambio acontezca dentro de nosotros es el perdón.
Dios perdonó nuestros pecados a través de Jesucristo. Jesús, al morir en la cruz, pagó el precio y conquistó ese perdón a nuestro favor.
Mas el Espíritu Santo sigue y sigue trabajando el perdón en nosotros, para que podamos perdonar a otros, perdonarnos a nosotros mismos, ser libres y vivir en plenitud la nueva vida que Jesús nos dio.
Es necesidad de cada niño recibir perdón. Los padres tienen que perdonar muchas veces al niño. Si el niño no recibe suficiente perdón por sus errores hasta llenar su vaso y hacerlo rebozar, cuando llegue a ser un adulto no existirá perdón en él para poder perdonar a otros. Nadie puede perdonar más de lo que ha sido perdonado.
El perdón es algo muy sutil. Decimos: "Perdono, pero no olvido". ¡Eso no es perdón! Perdón es quedar con la persona como si el asunto no hubiera ocurrido.
Dijimos a nuestros hijos que los amaríamos por siempre, sin importar lo que ellos hicieran. Aunque algún día hicieran algo tan terrible que tuvieran que ir a 1a cárcel, aún los amaríamos y los perdonaríamos.
Estaríamos muy tristes, oraríamos y ayunaríamos hasta que se arrepintieran, pero jamás dejaríamos de amarlos; tampoco dejaríamos de perdonarlos. Veamos esto con un ejemplo.
Habíamos enseñado a nuestros hijos que no debían brincar encima de las camas para no dañar los colchones, pero un día al acostarlos, encontré el colchón de David casi hecho pedazos. El algodón del colchón estaba amontonado por partes y en otros lugares no había nada; en realidad había quedado totalmente inservible.
"David –lo llamé–¿estuviste saltando encima de tu cama?"
"No, mamá –dijo–, yo no estuve saltando encima de mi cama."
"No mamá –agregó Ruthie– él realmente no estaba saltando encima de la cama, sino que se metió debajo del colchón para jugar a la carpa."
"Pero, niños, ¡miren lo que hicieron!
Destruyeron el colchón, ya no sirve para nada. ¿Cómo se les ocurrió hacer algo así? No tenemos dinero para comparar otro" –los aleccioné mientras trataba de acomodar el algodón. Como no pude arreglar bien el daño, tuve que acostar a David en el colchón medio arreglado.
"Mamá –dijo David–, lo siento mucho, perdoname."
Entonces, tragándome las palabras le contesté: "Está bien, David, yo te perdono".
Pero la siguiente noche, al ver el colchón que no había logrado arreglar bien, nuevamente les aleccioné: "David, ¡cómo se te ocurrió dañar el colchón así? No podemos comprarte otro".
"Mamá –lloró David–, nunca volveré a hacerlo, por favor perdóname."
"Está bien, David, te perdono" –le dije otra vez.
Sin embargo, la próxima noche al ver el colchón le dije: "Ay, David, mira este colchón, es terrible".
"Mamá –dijo David llorando– ¿no podré nunca ser perdonado?"
Esto me hizo reflexionar. ¿Qué estaba enseñando a mi hijo? Le había dicho que jamás dejaría de perdonarlo, hiciera lo que hiciese, pero ahora le demostraba que dañar el colchón no estaba incluido. ¿Qué clase de perdón era ese? Así no era como Dios me había perdonado a mí.
Tomé a David en mis brazos y le pedí perdón por no haberlo perdonado verdaderamente. Luego invertí el colchón de tal manera que yo no viera la parte dañada cada noche.