Las lágrimas del Salvador revelan el corazón de un Dios que se conmueve ante la ceguera espiritual. Mientras Jerusalén celebraba su religión pero rechazaba al Mesías, Jesús lloró por una ciudad que no reconoció “el tiempo de su visitación” (Lucas 19:44).
Hoy, esas lágrimas interpelan a una generación que tiene más información que discernimiento, más rituales que arrepentimiento.
“¡Si también tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz!” (Lucas 19:42).
Jesús llora sobre Jerusalén porque, a pesar de haber recibido al Mesías, no lo reconoció. La ciudad que debía ser faro de salvación se hundía en la ceguera espiritual. Las lágrimas de Cristo revelan su corazón compasivo, pero también su justicia: la destrucción vendría por haber despreciado el tiempo de su visitación (v. 44).
Esas lágrimas siguen cayendo sobre iglesias llenas de actividad pero vacías de quebrantamiento, sobre corazones que conocen la verdad pero no se rinden a ella.
Hoy, muchos viven igual: Dios les habla a través de su Palabra, de pruebas, de bendiciones, pero endurecen su corazón. Jerusalén representa a quienes tienen religión, pero no relación; conocimiento, pero no obediencia.
Las lágrimas del Salvador nos muestran que la indiferencia duele más que la oposición. Jesús no lloró por los romanos paganos, sino por su pueblo escogido, que teniendo la Ley y los profetas, no reconoció al Príncipe de Paz (Lucas 19:42). Esas lágrimas siguen cayendo sobre iglesias llenas de actividad pero vacías de quebrantamiento, sobre corazones que conocen la verdad pero no se rinden a ella.
¿Estamos atentos a la voz de Dios? ¿O, como Jerusalén, confiamos en nuestras murallas de autosuficiencia? La paz que el mundo ofrece es ilusoria; la verdadera paz solo viene de Cristo. Si hoy oímos su voz, no endurezcamos el corazón (Hebreos 3:15).