NEHEMÍAS Y LA COMPASIÓN POR LAS ALMAS
Nehemías 1:1-4
«¿Cómo fue Él, el Bendito, perfeccionado? ¿Cómo? Por dolor –al voluntariamente compartir el dolor–, Él leyó el libro lleno del llanto de pobres almas humanas, Como yo aprender debo a leerlo»
KINGSLEY
Nehemías, al igual que Moisés, fue singularmente preparado de antemano para la tarea que Dios le había encomendado.
Perteneciendo, como pertenecía, a los «hijos de la cautividad», estaba en total simpatía con ellos, y sirviendo «de copero al rey», había accedido a una posición de riqueza e influencia que le daba preeminencia entre sus hermanos.
Era idóneo, no solo social, sino también moralmente, como verdadero conductor de hombres, siendo como era un hombre de gran valentía, con profundas convicciones y una intensa devoción a la causa de Dios. En nuestro estudio de su vida y de su carácter esperamos que habrá, en su ejemplo, mucho que nos inspirará en nuestro servicio para Cristo, y a seguir a aquellos que «alcanzaron buen testimonio mediante la fe».
I. La Posición de Nehemías. «Estando yo en Susa, capital del reino» (v. 1).
Él tenía el privilegio de estar en el palacio del rey porque era «copero del rey» (v. 11). Aunque ocupaba esta exaltada posición en la corte persa, no tenemos razón alguna para creer que fuera sacrificando ningún principio religioso, sino más bien debido a su carácter atractivo y digno de confianza. El «hombre de Dios» debiera ser de todos los hombres el más fiable, aunque, como José, su virtud pueda convertirse en su única falta.
II. Su indagación llena de simpatía.
«Les pregunté [a unos que habían regresado de Judá] por los judíos... que habían quedado de la cautividad, y por Jerusalén» (v. 2). Nehemías no quedó tan absorto por su propia exaltación y éxito como para volverse indiferente a los intereses de sus hermanos y de la ciudad de su Dios. En un triste estado están aquellos que, por la prosperidad, han visto secarse sus simpatías para con los pobres del pueblo de Dios y por el honor del Nombre de Dios.
Los que desean ayudar en la causa de Dios no dejarán de indagar en la verdadera naturaleza de la cuestión. Si el corazón está vivo para Dios, nos valdremos bien dispuestos de toda oportunidad para prepararnos, hasta para un servicio sacrificial para Él. Allí donde priva el amor hacia el mundo, el amor del Padre no puede estar. «El amor de Cristo nos constriñe» (2 Co. 5:14).
III. La revelación.
«El remanente, los que quedaron de la cautividad, allí en la provincia, están en gran mal y afrenta, y el muro de Jerusalén derribado, y sus puertas quemadas al fuego» (v. 3). Éstas eran tristes nuevas, pero es mejor conocer la realidad que vivir bajo un engaño.
El pueblo estaba sufriendo debido a la pobreza y a la afrenta, y la muralla de su defensa estaba destruida. Seguían cosechando los frutos de su rebelión e idolatría (2 R. 25). La debilidad y la afrenta serán siempre características del pueblo de Dios cuando se derrumban las murallas de la separación y han ardido las puertas de la alabanza por el fuego del enemigo. Un cristiano impotente y sin alabanza es una afrenta para el nombre de que es portador.
IV. El efecto producido en Nehemías. Entonces él dice: «Cuando oí estas palabras me senté y lloré» (v. 4).
Todas aquellas generosas fuerzas de su alma se vieron detenidas al oír acerca de este estado de cosas, tan deshonroso para Dios.
En el calor de su simpatía se abandonó a sí mismo por el bien de sus compañeros y para la gloria de su Dios. ¡Ah, con qué indiferencia podemos ver y oír aquellas cosas que hacen hoy de la Iglesia de Dios una afrenta y un refrán para sus enemigos! Pablo sabía acerca de esta santa agonía del alma cuando dijo: «Y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo» (Fil. 3:18).
¿Nos es acaso posible a nosotros ser bautizados en su muerte, y tener sin embargo unos corazones tan encallecidos acerca de su causa entre los hombres, que nunca nos sintamos constreñidos por medio de un interés personal a sentarnos y llorar? Nos es muy fácil y natural sentarnos y dolernos por nuestras propias pérdidas y duelos personales; no podemos dejar de sentirlos, porque nuestras propias almas están tan estrecha y vitalmente asociadas con todo ello.
¿Se tratará entonces de que en nuestros corazones no estamos tan estrecha y vitalmente relacionados con Cristo, su causa y su pueblo que nos es tan difícil vernos movidos al llanto por los destrozos causados por el pecado y por la desolación del pecador? Cristo lloró sobre Jerusalén. Si nosotros tuviéramos sus ojos y su corazón de compasión, también lloraríamos sobre ella.
Si el corazón de Nehemías no hubiera sido primero movido y enternecido, nunca hubiera podido llevar a cabo la obra que llevó después. ¿Podemos nosotros acaso estar en una condición apta para el servicio de Cristo si no podemos llorar por aquellas cosas que deshonran su Nombre y que contristan a su Espíritu? Una evidencia adicional de que su corazón era recto para con Dios se ve en el hecho de que su simpatía lo constriñó a negarse a sí mismo y a la oración. «Ayuné y oré delante del Dios del cielo».
Aquellos que tienen tan en su corazón los intereses de Dios y de su reino como los tuvo Nehemías estarán prontos a negarse a sí mismos todo aquello que pudiera obstaculizar la ejecución de su voluntad en y por medio de ellos (He. 11:24-26).
Él dejó a un lado los lujos de palacio para darse a la oración. ¿A qué otro lugar puede ir un hijo confiado y afectuoso en el día de la perplejidad y de la angustia que a su padre? El «gran mal» en que se encontraban ellos no era demasiado grande para el «Dios del cielo».
Con un corazón derretido por el amor de Dios, y los ojos arrasados de lágrimas de amor fraternal, es evidente que la oración que brota de tal fuente y de tal manera será abundantemente contestada. Si no tenemos la suficiente compasión que nos conduzca a orar por otros, es hora de que nos sentemos y lloremos y ayunemos, y oremos por nosotros mismos.