LA ORACIÓN INTERCESORA
Nehemías 1:4-11
«¿Por qué jamás el camino han conocido? ¿Por qué a cientos fuera de tu misericordia están? No sé: pero te pido, Señor amado, que Tú, Ahora los quieras conducir»
C. F. TYTLER
«Mis oraciones», dice Trench, «son la única gracia que mi enemigo no me puede rehusar». «Puedo alcanzarlo por medio del Dios del Cielo », dijo una madre amante, refiriéndose a su hijo descarriado y pródigo.
Sí, la oración es uno de los más grandes privilegios y una de las más poderosas fuerzas con las que el alma humana tiene que ver.
Por medio de la oración Elías detuvo la lluvia del Cielo durante tres años y medio (Stg. 5:17); y Pedro fue liberado de la cárcel en respuesta a la oración (Hch. 12:5).
Habiendo sido hechos para nuestro Dios un reino de sacerdotes (Ap. 5:10), es parte de nuestro llamamiento celestial dedicarnos a interceder por otros. En estas palabras de Nehemías tenemos, me parece, todas las características de la oración que prevalece. Hay ahí:
I. Fervor. «Lloré, hice duelo y ayuné» (v. 4).
No hubo una oración formal. Fue el derramamiento de un alma agitada en lo más hondo. Los que se acercan con sus bocas mientras que su corazón está alejado pueden sentirse satisfechos en sí mismos con una oración que delante de Dios no es nada más que una solemne burla. Así como Dios ama al dador alegre, así contempla al peticionario ferviente. La oración ferviente del justo puede mucho.
II. Conocimiento. Era debido a que Nehemías conocía a Dios que podía orar de esta manera: «Te ruego, oh Jehová, Dios de los cielos, fuerte, grande y temible, el que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos» (v. 5).
Creía en la grandeza de Dios, en su terribilidad, su fidelidad y su misericordia. El que a Dios viene debe creer que le hay, y que es galardonador de los que de verdad le buscan (He. 11:6). Conocer a tal Dios y de tal manera es pedir mucho y esperar mucho. Los que conocen a Dios harán hazañas por medio de la oración de fe (Dn. 11:32; véase 1 S. 12:18).
III. Importunidad. «Esté ahora atento tu oído… para oír la oración de tu siervo, que hago ahora delante de Ti día y noche» (v. 6).
La importunidad es un elemento vital de la oración que prevalece. Fue a causa de la importunidad de la viuda que le fue dada su petición. Y ésta es la lección que nuestro Señor mismo nos enseña en aquella parábola del hombre pidiendo panes a su amigo a medianoche: «Os digo que… por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite » (Lc. 11:8).
Fue mientras Moisés tenía la mano levantada que Israel prevalecía. Orad sin cesar. No os fatiguéis en bien hacer, porque a su debido tiempo segaréis si no cejáis.
IV. Confesión. «Yo y la casa de mi padre hemos pecado. En extremo nos hemos corrompido contra Ti» (vv. 6, 7).
El pecado de tratar falsamente con Dios es muy común, y muy grave. Pretendemos creer su Palabra, y sin embargo vivimos en duda y temor; le pedimos cosas que no esperamos, y hacemos profesión de lealtad a su causa, mientras que, en nuestros corazones, estamos más interesados en nuestros propios intereses personales que en los de Él.
¿Cómo podemos esperar prevalecer con Dios en oración si no hacemos confesión del engaño que ha hecho nuestras vidas tan estériles en el pasado? La esclavitud espiritual y el fracaso en la vida cristiana implican que hay pecado en el campamento, y necesidad de autoexamen y de confesión.
V. Fe. «Acuérdate ahora de la palabra que diste… diciendo (…) si os volvéis a Mí, y guardáis mis mandamientos, y los ponéis por obra… os traeré al lugar que escogí para hacer habitar allí mi nombre» (vv. 8, 9).
La fe se aferra a la Palabra hablada de Dios. La oración que se edifica por fe en la promesa de Dios no puede ser trastornada. Al volverse al Señor mismo, Nehemías cumplió la condición de la bendición, y luego asumió la acción de recordarle al Señor sus promesas diciéndole: «Acuérdate ahora de la palabra».
Tenemos aquí una hermosa confianza semejante a la de un niño, que honra a Dios, y que es infinitamente grata delante de sus ojos. Dios no se puede negar a Sí mismo cuando encuentra tanto de Sí involucrado en tales ruegos. Pero va un paso más lejos, y le recuerda a Dios su gran obra de redimir a su pueblo con su «gran poder y mano poderosa» (v. 10).
La audacia de la fe es asombrosa. Mira directamente al rostro de Dios, diciéndole: Tenemos Tu palabra de la promesa, y ahí, en la redención, tenemos la evidencia de Tu poderoso amor y de la fuerte mano de Tu gracia salvadora. Ahora, por tanto, haz esto por mí. El que a Dios se allega tiene que creer, y, al creer así, debe recibir la recompensa.
VI. Consagración. «Te ruego, oh Jehová, esté ahora atento tu oído a la oración de tu siervo, y a la oración de tus siervos, porque desean reverenciar tu nombre» (v. 11).
En nuestras oraciones pediremos frecuentemente mal, si no estamos preparados para presentarnos a Dios, y para vivir para la gloria de su Nombre (Stg. 4:3). Hay tres clases de siervos: el esclavo, que sirve por temor; el asalariado, que sirve por sueldo; y el hijo, que sirve por amor.
Es el hijo obediente y devoto el que espera y recibe el favor y la plenitud del padre. Son los que se presentan a Dios como sacrificio vivo los que pueden probar cuál es la voluntad de Dios, buena, aceptable, perfecta (Ro. 12:1, 2). Los que quieren prevalecer delante de Dios para que les dé la porción de los siervos deben, ante todo, adoptar el lugar de siervos.