Para mí personalmente, el análisis del problema de los gálatas no es un mero ejercicio de teología abstracta.
Por el contrario, es muy real, y también doloroso. En 1970, en Fort Lauderdale, me encontré soberana y sobrenaturalmente “unido” a un grupito de ministros de diversos antecedentes.
Ninguno de nosotros había anticipado lo que nos había sucedido, ni tampoco comprendía lo que Dios tenía pensado para nosotros.
Indudablemente, si hubiésemos continuado dependiendo del Espíritu Santo, que había iniciado nuestra relación, él habría revelado gradualmente su propósito para nosotros, pero no fue el camino que seguimos.
Casi enseguida, y sin discernir lo que estaba pasando, las diversas características del “síndrome” de Gálatas 3 empezaron a manifestarse.
Ya no era el Espíritu Santo quien iniciaba nuestras decisiones y actos, sino que se basaban en un elaborado sistema de reglas y conceptos que habíamos concebido.
Seguíamos reconociendo al Espíritu Santo, pero del modo en que los clientes de un restaurante pueden reconocer al camarero. Si creíamos que necesitábamos algo, lo convocábamos brevemente. Pero mayormente dependíamos de los métodos y los planes que habíamos concebido.
Recapitulando hoy, comprendo ahora que la obra que el Espíritu Santo había iniciado entre nosotros representaba una grave amenaza para Satanás.
Por consecuencia, él recurrió a las tácticas que habían tenido tanto éxito en Galacia, y en incontables otras circunstancias a lo largo de la subsecuente historia de la iglesia.
Hubo dos pasos decisivos: Primero, desplazó la cruz del centro de nuestras vidas y ministerios. Segundo, desplazó a Cristo como “Cabeza sobre todas las cosas” en nuestras prácticas y relaciones.
Por un proceso inevitable, degeneramos en un tipo normal de organización religiosa, que operaba en el plano de nuestra razón y capacidad naturales.
Paradójicamente, una causa principal de nuestros problemas había sido el mismo hecho de que habíamos tenido un inicio sobrenatural. Como los gálatas, habíamos “comenzado por el Espíritu”.
A partir de ese origen, no hubo ruta fácil o indolora que podíamos seguir para convertirnos simplemente en una organización religiosa más, funcionando en el plano natural y ocupando nuestro lugar junto a incontables grupos similares a través de toda la cristiandad.
Tal como Pablo les señaló a los gálatas, lo que ha sido iniciado por el Espíritu Santo jamás puede ser terminado en la carne.
No pasó mucho tiempo antes que nos enfrentáramos a los resultados de la maldición que habíamos traído sobre nosotros. Sus manifestaciones fueron características de otros desarrollos similares a lo largo de la historia de la Iglesia:
Ruptura de las relaciones personales; congregaciones divididas y dispersadas; ministerios prometedores interrumpidos, o si no, desviados del propósito de Dios; los que antes habían sido cristianos entusiastas, marchitados por la frustración y la desilusión.
Muchos abandonaron su fe. Si nos hubieran obligado a darle un nombre a todo aquello, hubiésemos tenido que llamarlo “Icabod, diciendo, “se ha ido la gloria”. (1 Samuel 4:21).
En Hebreos 6:1 se resume el resultado de toda actividad religiosa que no ha sido iniciada y dirigida por el Espíritu Santo con la frase “obras muertas”. Para esto, en el mismo versículo se establece el remedio: arrepentimiento.
Esto se hizo real para mí personalmente. No podía culpar a otros. Tenía que aceptar mi responsabilidad por aquello en que me había mezclado. Más que ninguna otra cosa, comprendía que yo había contristado y desairado al Espíritu Santo.
Vi que tenía que confesar a Dios mis pecados y confiar que él me perdonara y me restaurara.
Esta fue una decisión personal que sólo yo podía hacer.
No podía hacerla por otros, pero si yo podía encontrar un camino que condujera a la restauración, entonces los que vieran su necesidad seguirían el mismo camino. En 1983 me arrepentí e hice el rompimiento.
En su misericordia, Dios me mostró, paso a paso, el camino que yo estaba buscando. Descubrí que hay una senda para salir de una maldición y entrar una vez más en la bendición.
Si no lo hubiese descubierto, este libro jamás se hubiera podido escribir.
En Gálatas 1:6-9 Pablo expone otra forma en que una maldición puede caer sobre el pueblo de Dios: la apostasía.
Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo.
Más si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema.
La clase de persona aquí descrita se presenta a sí misma como un ministro de Cristo, pero pervierte la verdad central del evangelio. Pablo afirma que semejante persona trae sobre sí una maldición.
La palabra griega usada anathema, significa “maldito”. Quiere decir algo que provoca la ira de Dios y está sujeto a su irrevocable condenación y rechazo.
El evangelio contiene un núcleo central de verdad revelada que ha sido aceptada y sostenida por la Iglesia en general a través de las generaciones.
Puede resumirse como sigue: Jesucristo es el divino y eterno Hijo de Dios, quien se convirtió en miembro del género humano por un nacimiento virginal.
Llevó una vida sin pecado, murió en la cruz como sacrificio propiciatorio por los pecados de la humanidad, fue sepultado y resucitó de la tumba en forma corporal al tercer día. Ascendió a los cielos, de donde volverá a la tierra en persona, para juzgar a los vivos y a los muertos.
Todo el que se arrepienta del pecado y confíe en el sacrificio de Jesús, recibe el perdón de sus pecados y el don de la vida eterna.
Es importante subrayar que el evangelio se centra en la muerte y resurrección de Jesús. En 1 Corintios 15:3-4 Pablo resume su mensaje con tres hechos históricos: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las escrituras;…fue sepultado;…resucitó al tercer día conforme a las Escrituras.
La primera autoridad que cita Pablo en respaldo de estos hechos es “las Escrituras” – que en aquel tiempo aludía al Antiguo Testamento-. Para más confirmación de la resurrección, Pablo prosigue relacionando varios testigos que vieron a Jesús después que resucitó.
Sin embargo, sus testimonios tienen importancia secundaria, comparados con el de las Escrituras del Antiguo Testamento.
En dos afirmaciones sucesivas, Pablo entonces subraya que la fe en la resurrección corporal de Cristo es esencial para la salvación:
Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe… y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aun estáis en vuestros pecados. 1 Corintios 15:14-17
En 2 Tesalonicenses 2:3 Pablo advierte que al fin de esta era habrá una apostasía de la fe cristiana muy extendida. Hay razones poderosas para creer que estamos ahora en el período de apostasía pronosticado.
En algunas de las mayores denominaciones cristianas, muchos líderes reconocidos han renunciado públicamente a la fe en las Escrituras, y en particular, a la resurrección corporal de Cristo.
Probablemente no se percatan de que su declaración de incredulidad ¡es en sí misma un cumplimiento de las Escrituras que están rechazando!
Sin embargo, hay una realidad que no pueden cambiar: a menos que se arrepientan, quienes de este modo pervierten el Evangelio, traen sobre sí mismos la ira y la maldición de Dios.
Libro: Bendición o maldición: ¡Usted puede escoger!