Mediante la unión con Cristo en su muerte somos liberados del poder del pecado. Pero seguimos comprobando que el pecado lucha por volver a dominarnos, como lo pintó vívidamente el apóstol Pablo: “Queriendo yo hacer el bien, hallo…que el mal está en mí” (Romanos 7.21).
A lo mejor no nos guste el hecho de que tengamos esta lucha incesante durante toda la vida, pero cuanto más nos demos cuenta de este hecho y lo aceptemos, tanto mejor preparados estaremos para hacerle frente. Mientras más detalles descubrimos acerca del poder del pecado que mora en nosotros, tanto menos sentiremos sus efectos. En la medida en que descubrimos esta ley del pecado dentro de nosotros, podremos aborrecerla y luchar contra ella.
Pero aun cuando el creyente sigue teniendo esa inclinación a pecar como una fuerza interior, el
Espíritu Santo se ocupa de mantener en nosotros un anhelo predominante de santidad (1 Juan 3.9). El creyente lucha con el pecado que Dios le permite descubrir en su vida. Este es el cuadro que vemos en Romanos 7.21, y sirve para distinguir a los creyentes de los incrédulos, que viven serenamente satisfechos en medio de la oscuridad.
Las interpretaciones de Romanos 7.14-25 se pueden encuadrar en tres grupos básicos. No es el propósito de este libro analizar dichas interpretaciones ni decidir a favor de alguna de ellas. Cualquiera que sea la interpretación de Romanos 7, todos los creyentes admiten la aplicación universal de la afirmación paulina de que “queriendo yo hacer el bien, hallo…que el mal está en mí”.
Como fue indicado en el capítulo anterior, el pecado que mora en nosotros sigue allí aun cuando haya sido destronado. Y aun cuando ha sido derrocado y debilitado, su naturaleza no ha cambiado. El pecado sigue siendo hostil a Dios y no puede someterse a su ley (Romanos 8.7).
De manera que tenemos un enemigo implacable de la justicia en nuestro propio corazón. ¡Qué diligencia y qué actitud de vigilancia nos son necesarias cuando el enemigo que tenemos en el alma está dispuesto a oponerse a todo esfuerzo de nuestra parte por hacer el bien!
Si hemos de batallar exitosamente contra este enemigo interior, es importante que tengamos algún conocimiento de su naturaleza y de sus tácticas. En primer lugar, la Escritura indica que el “asiento del pecado que mora en nosotros es el corazón”. “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre” (Marcos 7.21-23; véase también Génesis 6.5 y Lucas 6.45).
La palabra “corazón” se usa en las Escrituras de diversos modos. A veces significa la razón o el entendimiento, otras los afectos y las emociones, y también véase la voluntad. Generalmente denota el alma toda del hombre junto con todas sus facultades, no individualmente, sino en su manifestación conjunta al hacer el bien o el mal. La mente al razonar, discernir, y juzgar; las emociones cuando manifiestan agrado o desagrado; la conciencia al resolver y alertar; y la voluntad al elegir o rechazar – se denominan en conjunto corazón.
La Biblia nos aclara que el corazón es engañoso e inescrutable para todos, menos para Dios (Jeremías 17.9-10). Ni siquiera como creyentes somos capaces de conocer nuestro propio corazón (1 Corintios 4.3-5). Nadie puede discernir plenamente los motivos ocultos, las intrigas secretas, las tortuosidades de su corazón. Y en ese corazón inescrutable mora la ley del pecado. Buena parte de la fortaleza del pecado radica en esto: que luchamos con un enemigo que no podemos ubicar con precisión.
El corazón es engañoso también. Tiende a explicar, a excusar, a justificar las acciones. Nos enceguece con respecto a aspectos diversos del pecado existente en nuestra vida. Nos hace adoptar medidas que resuelven simplemente a medias el pecado en nuestra vida, o nos hace creer que el asentimiento mental a la Palabra de Dios es igual que obedecer (Santiago 1.22).
El saber que el pecado mora en nuestro corazón, y que éste es engañoso e inescrutable, tendría que servir para hacernos sumamente cautelosos. Tenemos que pedirle diariamente a Dios que examine nuestro corazón en busca de pecados que nosotros mismos no queremos o no podemos ver. He aquí el corazón de David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamiento; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139.23-24).
El medio principal de que se vale Dios para examinar nuestro corazón es su Palabra, cuando la leemos sometiéndonos al poder del Espíritu Santo. “La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4.12). Al orar a Dios pidiéndole que examine nuestro corazón, tenemos que exponernos constantemente al examen de su Palabra.
Debemos tener cuidado de permitir que el Espíritu Santo pueda realizar la tarea de examinarnos. Si nosotros mismos tratamos de hacerlo, corremos el peligro de caer en una u otra de dos posibles trampas. La primera es la trampa de la introspección morbosa. La introspección puede fácilmente transformarse en herramienta de Satanás, aquel a quien se le llama “acusador” (Apocalipsis 12.10). Una de sus armas principales es el desaliento. Satanás sabe que si puede lograr que nos desalentemos y nos descorazonemos, no hemos de luchar en procura de la santidad.
La segunda trampa es la de hacernos perder de vista las cuestiones realmente importantes de nuestra vida. El carácter engañoso de Satanás y de nuestro propio corazón nos llevará a concentrar la atención en cuestiones secundarias. Tengo presente a un joven que me vino a hablar sobre un problema con relación al pecado en su vida, algo que no podía dominar.
Más si bien el problema ocupaba un lugar preponderante en su mente, había otros aspectos de su vida de los que también debía ocuparse, pero con relación a los cuales él andaba ciego. El pecado del que sí tenía conciencia, sólo lo afectaba a él personalmente, pero los problemas que no veía, afectaban a otros diariamente. Sólo es Espíritu Santo puede hacernos ver los aspectos a los cuales estamos ciegos.
El asiento del pecado que mora en nosotros es, pues, nuestro propio corazón engañoso e inescrutable. Lo segundo que tenemos que comprender es que el pecado que mora en nosotros opera principalmente a través de los deseos. Desde que el hombre cayó en el jardín del Edén, ha sido su costumbre escuchar la voz del deseo más que de la razón. El deseo se ha convertido con el andar del tiempo en la facultad más fuerte del corazón del hombre.
La próxima vez que el lector tenga que enfrentar alguna de sus tentaciones características, observe cómo se desarrolla la lucha entre los deseos y la razón. Si cedemos a la tentación, es porque el deseo ha vencido a la razón en la lucha por influir nuestra voluntad. El mundo reconoce este hecho y por lo tanto apela a los deseos, mediante lo que el escritor de la carta a los Hebreos denomina “los deleites…del pecado” (Hebreos 11.25).
No todos los deseos son malos, desde luego. Pablo nos habla de su deseo de conocer a Cristo (Filipenses 3.10), de su deseo de que los judíos, sus connacionales, sean salvos (Romanos 10.1), y del deseo de que sus hijos espirituales lleguen a la madurez (Gálatas 4.19).
Aquí, sin embargo, estamos hablando de los deseos malos que nos llevan a pecar. Santiago dice que somos tentados cuando somos arrastrados o atraídos y seducidos por nuestros propios deseos pecaminosos (Santiago 1.14). Si hemos de ganar la batalla de la santidad, tenemos que reconocer el hecho de que el problema básico lo tenemos dentro de nosotros mismos.
Son nuestros propios deseos pecaminosos los que nos hacen ser tentados. A lo mejor creemos que respondemos únicamente a tentaciones externas a nosotros mismos. Pero la verdad es que nuestros deseos malos buscan constantemente tentaciones que puedan satisfacer su insaciable lujuria.
Considere el lector las tentaciones a las que es particularmente vulnerable, y note que con cuánta frecuencia se sorprende a sí mismo buscando formas y ocasiones de satisfacer esos deseos malos.
Aun cuando estemos entregados de un modo o de otro a la lucha contra algún pecado en particular, nuestros malos deseos o el pecado que mora en nosotros nos llevará a jugar con el mismo pecado contra el cual estamos luchando. A veces, mientras estamos confesando un pecado, comenzamos al mismo tiempo a alentar nuevamente pensamientos malos relacionados con ese mismo pecado, y podemos volver a ser tentados otra vez.
Hay muchas ocasiones, desde luego, en que nos ataca alguna tentación en forma inesperada. Cuando ocurre esto, los deseos pecaminosos están listos y dispuestos para hacerles lugar gustosamente. Así como el fuego quema todo elemento combustible que se le acerque, también nuestros propios deseos pecaminosos responden de inmediato a la tentación.
John Owen dijo que el pecado lleva a cabo su lucha enmarañando los afectos (lo que yo llamo aquí los deseos) y atrayéndolos hacia sí. Por lo tanto, decía Owen, negar el pecado debe consistir principalmente en ocuparnos de los afectos. Debemos asegurarnos de que los deseos se encaminen a glorificar a Dios, decía, y no a satisfacer la lujuria del cuerpo
En tercer lugar, lo que tenemos que comprender acerca del pecado que mora en nosotros es que tiende a engañar el entendimiento o la razón. La razón, iluminada por el Espíritu Santo mediante la Palabra de Dios, evita que el pecado nos domine a través de los deseos. Por consiguiente la gran estrategia de Satanás consiste en engañar a la mente. Pablo habla de los “deseos engañosos” del viejo hombre (Efesios 4.22).
Dice que en un tiempo fuimos “esclavos de concupiscencias y deleites diversos (Tito 3.3). Estos pasajes nos hablan acerca de nuestra vida anterior, pero es preciso que comprendamos que ese elemento engañoso sigue guerreando contra nosotros, aun cuando ya no tiene dominio sobre nosotros.
El engaño de la mente es llevado a cabo gradualmente, poco a poco. Primeramente se nos induce a bajar la guardia, luego a desobedecer. Nos volvemos como Efraín, del que Dios dijo: “Devoraron extraño su fuerza, y él no lo supo; y aun canas le han cubierto, y él no lo supo” (Oseas 7.9). Somos inducidos a bajar la guardia cuando nos volvemos demasiado confiados.
Comenzamos a pensar que alguna tentación en particular ya no nos puede alcanzar. Vemos que alguna otra persona ha caído y decimos: “A mí no me pasará nunca”. Pero Pablo nos ha advertido: “El que piensa estar firme mire que no caiga” (1 Corintios 10.12). Incluso cuando estamos ayudando a alguien que ha caído, tenemos que estar en guardia, no sea que nosotros mismos seamos tentados (Gálatas 6.1).
A menudo somos llevados a no obedecer porque abusamos de la gracia de Dios. Judas habla de ciertos hombres “que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios” (Judas 4). Cometemos un abuso contra la gracia cuando pensamos que podemos pecar y luego recibir el perdón correspondiente apelando a 1 Juan 1.9. Cometemos un abuso contra la gracia de Dios cuando, después de haber pecado, apelamos a la compasión y la misericordia de Dios con exclusión de su santidad y de su aborrecimiento del pecado.
Nos alejamos de la actitud de obediencia cada vez que comenzamos a poner en duda lo que Dios nos dice en su Palabra. Esta fue la primera táctica de Satanás con Eva (Génesis 3.1-5). Así como le dijo a Eva: “No moriréis”, nos dice a nosotros: “¡Es poca cosa!” o “Dios no se va a ocupar de juzgar ese pecado.”
De modo que vemos que, aun cuando el pecado ya no tiene dominio en nosotros, no obstante se empeña en llevar a cabo su guerra de guerrillas en nosotros. Si no se lo controla llegará a derrotarnos. Nuestro recurso en esta lucha consiste en ocuparnos en forma rápida y firme de las primeras manifestaciones del pecado que mora en nosotros.
Si la tentación encuentra donde alojarse en el alma, utilizará el privilegio otorgado para hacernos pecar. “Por cuanto no se ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en ellos dispuesto para hacer el mal” (Eclesiastés 8.11).
Más todavía, jamás debemos considerar que la lucha contra el pecado ha cesado. El corazón es inescrutable, los deseos pecaminosos son insaciables, y la razón está constantemente en peligro de ser engañada. Bien dijo Jesús: “Velad y orad, para que no entréis en tentación” (Mateo 26.41). Y Salomón advirtió: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida (Proverbios 4.23).
Tomado del libro: En pos de la santidad
Editorial Vida