Romanos 12.1; Jn. 17.17, 19; Hebreos 7.25.
4. Recuerda el precio que tienes que pagar: tú mismo. Si esperas el don del Espíritu Santo, indudablemente que esto no puede ser si no te entregas tú también. Puedes pedir y corresponder sus dádivas; pero no puedes pedir que el Espíritu mismo venga a ti, si tú no te entregas a él.
Vamos a repetir lo que dijimos antes: No existe el amor entre dos personas hasta que se entregan la una a la otra. Si una de las dos no se somete a la otra, se cierran las puertas al amor.
5. Paga el precio de una rendición completa. Pero oye bien: rendición, no dedicación. Cuando dedicas algo, lo que dedicas sale de tus manos; cuando te rindes, te entregas tú mismo. La dádiva deja de pertenecerte porque pasa a ser posesión de Alguien. Ya no eres tú quien dirige tu vida, sino el Espíritu Santo.
Así como la tela se somete al pintor, el violín al violinista y el alambre a la electricidad, de la misma manera tú estás a la disposición de Dios. Te entregas para bien o para mal, para la riqueza o para la pobreza, para la enfermedad o para la salud, para la vida o para la muerte. Todo tú eres de él. El te tiene a ti.
¿Te has perdido o has sido encontrado? Te has perdido de la misma manera que el violinista se pierde cuando se entrega al violín, sometiéndose por completo a la música para volverse parte de ella. Se pierde para encontrarse como una parte de la armonía universal.
Nosotros nos perdemos con nuestro ego derrotado, aislado e insignificante, en el Ego universal de Dios para armonizar con el corazón de la realidad. Como Rufus Moseley dice: “Morí, y morí miserablemente, pero morí para aquello que me causa la muerte”. Tú mueres, pero mueres, como la maquina muere a la idea de que puede correr por donde quiera y se somete a los rieles, para encontrar que esa muerte está la libertad.
Sumisión absoluta significa seguridad completa; porque la voluntad de Dios es la voluntad para la que hemos sido creados.
Oh Espíritu de Dios, detén mi vagar de aquí para allá y átame a tu libertad, a la angostura de tu universalidad, a tu yugo que es fácil, a tu carga que es ligera. Doblo la cerviz, no sin dificultad; pero la doblo por completo para que me unzas al yugo de tu voluntad. Lo hago con gusto. Amén (Continúa parte 3).
Tomado del libro: Vida en abundancia.