El me trataba bien, me llevó a pasear por mil lugares y le conozco todos sus trucos, soy importante porque… bla…bla…bla…. ¡Déme una segunda oportunidad, por favor, no se compre un par nuevo, los viejos somos mejores… snif…snif…!
Me pregunté por mis cosas viejas… ¡Ah que tesoro más maravilloso de antigüedades y tonterías guardaba en mi casa! Sin querer pertenecía al popular gremio de los recicladores … un dibujo hecho en la secundaría, un suéter que me compré en una barata hacia 10 años, zapatos de 8 años que tenían tres años de no usarse, muebles que estorbaban, sillas flojas y despintadas, y quien sabe que tantas cosas saqué para el ropavejero.
Llamó mi atención que el hombre veía con entusiasmo todas las cosas que salían y salían por la puerta… estaba desprendiéndome de la mitad de mis cosas. Cosas que había jurado defender con mi vida si era necesario.
El hombre cogió mi tesoro y lo devaluó en fracción de 1 a 20 en menos de un minuto… ¿Qué?... dije alarmado, ¿cómo que solo me va a pagar $20 por unos zapatos que me costaron $800?
Por unos minutos estuve consternado… casi estaba al borde del colapso cuando mi tesoro se fue en su carreta vieja y yo solo me quedé con unos pocos pesos en la mano. Desconsolado por tan gran perdida, me reuní con la otra mitad de mi tesoro.
Entonces vinieron a mí esos pensamientos de buen humor que surgen de la tragedia. “Si pudiera vender todo lo que en realidad no necesito, solo me quedaría con dos camisas y dos pantalones, unos libros, dos sillas, un par de amigos y una computadora… imprescindible”
A nadie nos gusta desprendernos de las cosas que usamos, principalmente a las que por alguna razón les damos un sentido familiar e incluso animado… yo veo a mucha gente hablándole a su auto… “hola precioso, hoy te luciste en el boulevard”, “trabaja…trabaja… licuadora inútil… para que te compré”… y cosas como esas.