El Señor, justicia nuestra
“Este es su nombre por el cual será llamado: El SEÑOR, justicia nuestra.” —Jeremías 23:6
El hombre, en razón de la Caída, sufrió una pérdida infinita con respecto a la justicia. Sufrió la pérdida de una naturaleza justa, y luego una pérdida adicional de justicia legal ante los ojos de Dios. El hombre pecó, por lo tanto ya no es inocente de transgresiones. El hombre no obedeció el mandato de Dios, por lo tanto se hizo culpable del pecado de omisión. Por lo que cometió y por lo que omitió destrozó su carácter original de rectitud. Jesucristo vino para deshacer los daños de la Caída de su pueblo.
En lo que concierne a su pecado de quebrantar el mandato, el Señor lo ha quitado con su sangre preciosa. Su agonía y su sangrante sudor han quitado para siempre del pecador las consecuencias del pecado, ya que Cristo por su sacrificio único, cargó con la pena de ese pecado en su carne. Él, él mismo, cargó en el madero con nuestros pecados en su propio cuerpo. Pero no basta que el hombre sea perdonado.
Éste es, por supuesto, a la vista de Dios, sin pecado. Dios requiere del hombre que de hecho obedezca sus mandatos. No basta con que no los quebrante, o que se considere por la sangre como si no lo hubiera quebrantado. Tiene que obedecerlo, tiene que seguir realizando todas las cosas escritas en el libro de la Ley. ¿Cómo se satisface esta necesidad? El hombre tiene que contar con una justicia, de otra manera Dios no lo puede aceptar. El hombre ha de tener una obediencia perfecta, de otra manera Dios no lo puede recompensar.
¿Dará él el cielo al alma que no ha guardado perfectamente la Ley? Eso sería dar la recompensa al alma que no le ha servido, lo cual ante Dios sería un acto que podría poner en duda su justicia ¿En qué radica, pues, la justicia con la que el hombre perdonado será completamente cubierto, de manera que Dios lo considere como que ha guardado la Ley, y lo recompense por haberlo hecho? Seguramente, mis hermanos, ninguno de ustedes es tan insensato como para pensar que esta justicia puede ser fabricada por ustedes mismos.
Cristo en su vida fue tan justo y recto, que podemos decir que su vida, vista en su totalidad, fue la justicia y rectitud misma. Cristo es la Ley encarnada. Compréndanme. Vivió la Ley de Dios en toda su plenitud, y así como vemos los preceptos de Dios escritos con fuego en el Sinaí, los vemos escritos en la carne en la persona de Cristo. Nunca desobedeció ningún mandamiento del Justo. Sus ojos nunca se encendieron de ira impía. De su boca nunca salió una palabra injusta o licenciosa. Su corazón nunca se sintió incitado a pecar ni a mancharse de iniquidad.
En el lugar secreto donde nacen las emociones no escondía ninguna falta. Su comprensión no tenía ningún defecto, su juicio estaba libre de todo error. En sus milagros no había nada de ostentación. En él realmente no había ninguna maldad. Sus poderes, siendo gobernados por su comprensión, actuaban y se coordinaban a la perfección de modo que nunca cometió ninguna falta de omisión o mancha de comisión.
La Ley consiste primero de esto: “Amarás al Señor con todo tu corazón” (Deut. 6:5; Mat. 22:37; Mar. 12:30; Luc. 10:27). Esto hizo. Su comida y su bebida eran hacer la voluntad de Aquel que lo envió. Jamás se ha dado ningún hombre de la manera como él se dio. Hambre y sed y desnudez no eran nada para él, ni siquiera la muerte misma, con tal de ser bautizado con el bautismo que tenía que ser bautizado y tomar la copa que su Padre le puso delante (Mat. 20:22-23; 26:42; Juan 18:11).
La Ley consiste también de esto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev. 19:18; Mat. 22:39; Mar. 12:31). En todo lo que hizo y en todo lo que sufrió cumplió con creces el precepto: “A otros salvó, a sí mismo no se [pudo] salvar” (Mat. 27:42). Agotó totalmente los recursos del amor en la profunda devoción y el autosacrificio de amar. Amó al hombre más que a su propia vida.
Prefirió que le escupieran a que el hombre fuera echado en las llamas del infierno y escogió entregar su espíritu en una agonía imposible de describir para que las almas que su Padre le ha dado no fueran a la perdición. Cumplió la Ley, y quisiera agregar que lo hizo letra por letra, y sílaba por mística sílaba, y ciertamente la magnificó y honró. Amaba al Señor su Dios con todo su corazón, su alma y mente y amaba a sus prójimos como a sí mismo.
El día viene cuando todos los seres humanos lo reconocerán como Jehová, y cuando consideren toda su vida mientras estuvo encarnado, se sentirán impulsados a decir que su vida fue la justicia misma. Pero la médula del título está en la palabra nuestra: “Jehová justicia nuestra”. Esta es la empuñadura de hierro con la que nos aferramos a él. Esta es el ancla que baja al fondo de esta gran profundidad de su justicia inmaculada. Esta es la remachadora sagrada por la cual nuestra alma está unida a él. Esta es la mano bendita con la cual nuestra alma lo toca, y llega a ser para nosotros todo en todo: “Jehová, justicia nuestra”.
Observemos ahora que hay una doctrina inestimable que se desprende de este título de nuestro Señor y Salvador. Creo que lo interpretaré así: Cuando creemos en Cristo, por fe recibimos nuestra justificación. Así como el mérito de su sangre quita nuestro pecado, el mérito de su obediencia nos es contado por justicia. En cuanto creemos, somos considerados como si las obras de Cristo fueran nuestras obras. Dios nos ve como si aquella obediencia perfecta, a la cual nos acabamos de referir, hubiera sido realizada por nosotros. Dios nos considera como si fuéramos Cristo—nos considera como si la vida de él fuera nuestra vida—y nos acepta, bendice y recompensa como si todo lo que él hizo lo hubiéramos hecho nosotros, su pueblo creyente.
Sé que en su época Socino1 solía referirse a esto como una doctrina execrable, detestable y licenciosa, probablemente porque él mismo era un hombre execrable, detestable y licencioso. Muchos usan adjetivos que los describen a ellos mismos cuando se los adjudican a otros. Conocen tan bien su propio carácter y se saben tan maliciosos que les parece mejor acusar de eso mismo a otro, antes de que alguien lo note en ellos.
Nosotros afirmamos que esta doctrina no es execrable, sino magnífica; que no es abominable sino divina; que no es licenciosa, sino santa. La imputación, que dista de ser un caso excepcional en lo que respecta a la justicia de Cristo, es el fundamento de todas las enseñanzas de las Escrituras. ¿Cómo caímos, hermanos míos? Caímos por sernos imputado el pecado de Adán. Adán era nuestra cabeza central, él nos representaba. Y cuando él pecó, nosotros pecamos representativamente en él, y lo que él hizo nos fue imputado a nosotros.
Podemos argumentar que nunca estuvimos de acuerdo con tal imputación. No, no podemos decir esto, porque por representación caímos, y es por el sistema representativo que nos levantamos. Los ángeles cayeron personal e individualmente, y nunca se levantarán. Pero nosotros caímos en otro, y por lo tanto tenemos el poder dado por gracia divina de levantarnos en otro. La raíz de la Caída radica en la relación central de Adán con su semilla, es así que caímos por imputación.
¿Nos sorprende, entonces, que nos levantemos por imputación? Si negamos esta doctrina, pregunto: ¿Cómo es que somos perdonados? ¿Acaso no somos perdonados porque Cristo satisfizo la pena del pecado al ofrecer su vida? Pues entonces, esa satisfacción de la pena nos tiene que ser imputada, de otro modo, ¿cómo justifica Dios el darnos los resultados de la muerte de otro a menos que la muerte del otro sea imputada primeramente a nosotros?
Cuando decimos que la justicia de Cristo es imputada a todas las almas creyentes, no estamos presentando una teoría excepcional, sino que exponemos una gran verdad, que es tan consecuente con la teoría de la Caída y el plan del perdón, que debe ser mantenida a fin de que el evangelio sea claro; de lo contrario, si renuncio a la justicia imputada tengo que renunciar a la justificación por fe.
La verdadera justificación por fe es la superficie del suelo, mientras que la justicia imputada es la roca de granito que yace debajo de ella. Y si escarbamos la grandiosa verdad de que el pecador es justificado por su fe en Cristo, tenemos que, según mi entender, llegar inevitablemente a la doctrina de la justicia imputada de Cristo como base y fundamento sobre la cual descansa esta sencilla doctrina.
Ahora hagamos una pausa y pensemos en este título como un todo: “El Señor, justicia nuestra”. Hermanos, el Dador mismo de la Ley obedeció la Ley. ¿No les parece que su obediencia es suficiente? Jehová mismo se convirtió en un hombre para poder hacer la obra del hombre. ¿Les parece que la ha hecho imperfectamente?
Jehová, que constriñe a los ángeles que se destacan por su fuerza, ha tomado la forma de siervo para ser obediente, ¿podemos creer que su servicio será inconcluso? Dejemos que el hecho de que el Salvador es Jehová fortalezca nuestra confianza. Seamos audaces. Seamos muy valientes. Encaremos el cielo y la tierra, y el infierno con el reto del Apóstol: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?”.
Recordemos los pecados del pasado, observemos nuestras debilidades actuales y todos nuestros errores futuros, y mientras lloramos nuestro arrepentimiento, no dejemos que el temor de la condenación haga palidecer nuestro rostro. Permanezcamos hoy ante Dios vestidos con las vestiduras de nuestro Salvador, “con sus vestimentas inmaculadas, santo como el Santo”.
Ni Adán cuando se paseaba por las enramadas del Edén era más aceptado de lo que somos nosotros, ni más agradable a la vista del Dios que odia el pecado y todo lo juzga, que lo que somos nosotros si nos vestimos de la justicia de Jesús y somos rociados con su sangre. Tenemos una justicia mejor que la de Adán. Él tenía una justicia humana, las vestiduras nuestras son divinas.
Él tenía una vestidura completa, es cierto, pero la tierra la había tejido. Nosotros tenemos un ropaje igual de completo, pero el cielo lo tejió para que lo usáramos. Caminemos siempre en la fuerza de esta gran verdad y gloriémonos en ella y en nuestro Dios. Y hagamos que esto esté en la cumbre de nuestro corazón y alma: “Jehová, el Señor, justicia nuestra”.