EL Último Púlpito de Jesús
Mientras Jesús anduvo en su ministerio terrenal usó muchos “púlpitos”. Cuando predicó desde la sinagoga usó un púlpito y lo mismo hizo cuando enseñó en el templo. De igual manera utilizó alguno cuando enseñó en la montaña, en las calles o desde alguna barca.
Pero Jesús sabía del último “púlpito” donde daría su último sermón; estamos hablando de la cruz.
En ese lugar no gozaría de la suave brisa de la montaña o el ambiente acogedor de una playa. Tampoco tendría a una multitud sonriente y esperanzada cuando traía sus más incomparables enseñanzas. No, aquel “púlpito” era el más temido, el más cruento, el más vergonzoso. Jesús predicaba desde ese lugar sus siete últimas palabras.
A través de esas breves frases Jesús pronuncia el mensaje más profundo que se haya predicado jamás, una verdadera síntesis del Evangelio. Bien, tenemos que decir que estas palabras encontramos resumido lo más extraordinario del carácter de nuestro Señor y del plan divino para con el ser humano.
Lo que él dijo antes, dejando el legado de su más grande doctrina fue maravilloso, pero oír estas siete palabras finales es lo más sublime que haya salido de sus labios y de su corazón a punto de estallar.No fueron simples palabras.
Todas ellas tienen un enorme significado, pero además un orden profundamente significativo, porque refleja las prioridades del Señor y es un reflejo formidable de su carácter y de su corazón pastoral.
Son con estas palabras dichas desde la cruz donde la belleza del carácter de Cristo alcanza su máximo esplendor. Como alguien lo expresó: “En la hora de la mayor oscuridad, sus palabras brillan como oro refulgente”. Capturar la esencia de estas palabras nos ayudará a amar más a nuestro Señor, pero a su vez ser sensibles con los que sufren tanto en esta vida.
¿Por qué son tan importantes estas últimas palabras de Jesús en la cruz?
Por un lado, porque en ellas vemos el corazón pastoral de Jesús aún en la hora de su muerte. En esas palabras nos encontramos con la sensibilidad de Jesús para su prójimo. Mientras los dos ladrones están pidiendo la salvación para ellos, Jesús intercede por ellos y pide para los demás.
En aquellas intensas horas de agonía previas a esa espantosa muerte, lo natural sería que la persona se concentre en sí misma, en sus pensamientos y emociones. Su angustia era tan grande que ninguno de ellos podía pensar en ayudar a los demás.
Pero en la cruz está un hombre que se olvida de sí mismo y de sus necesidades para pensar en otros, sin importar que al pie de la cruz están sus enemigos, entre ellos sus propios torturados, pero también unos malhechores, y por supuesto un ser tan amado como su madre.
El hombre llamado Jesús tiene una palabra para todos, y el “púlpito” es una cruz con los clavos que sostienen su cuerpo. Muchos años atrás Isaías había profetizado de él, diciendo: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado” (Isaías 50:4). Jesús estaba muy débil, pero allí está dando palabras de consuelo.
No puede haber una demostración más grande como esta.
Una de las metáforas más tierna de Jesús en sus reveladores “yo soy”, es aquel donde Jesús se da a conocer con su gran corazón pastoral, diciendo “yo soy el buen pastor, y el buen pastor su vida da por las ovejas” (Juan 10:7-21). Jesús fue el “Buen Pastor”, pero también fue el Príncipe de los Pastores (1 Pedro 5:4).
¿No es maravilloso ver al Gran Pastor de las ovejas muriendo, pastoreando?
Otra vez, las palabras de Jesús en la cruz revelan lo más grande que podamos conocer acerca del carácter divino y la razón del evangelio mismo. Lo notorio de estas palabras es cómo seguramente Cristo las seleccionó para que veamos, por ejemplo, esa sensibilidad exquisita para todos aquellos que sufren por causa de las injusticias de los mismos hombres.
Notaremos esas primeras palabras cómo Jesús muestra una preocupación intensa por los que rodean la cruz, en especial por todos aquellos que de alguna manera también están viviendo aquel inenarrable momento. Para cada uno de ellos hay una palabra y lo hace desde su nuevo “púlpito”, veámosla en su orden.
Una palabra de perdón para sus torturadores. Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lucas 23:34)
Cada vez que un hombre iba a la cruz sus palabras eran de maldición. Pero vea que Jesús muere perdonando. Jesús vino para salvar, perdonando, y la cruz fue el símbolo y el instrumento de ese perdón; esto es lo que justamente nos dice Juan 3:14-15.
Cuando Jesús dijo: “Padre, perdónalos” Allí estaba mostrando la razón de haber venido a este mundo. Cuando el ángel Gabriel reveló a María el nombre de Jesús, que él salvaría a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21).
Esta fue la más grande y necesaria petición de perdón hecha por Jesús al Padre. Lo hizo no solo por los espectadores de la cruz, sino para todo el mundo. Con esto Jesús nos enseñó la necesidad del perdón, aunque mi ofensor no me haya pedido perdón.
Esteban tuvo la misma iniciativa de perdón unilateral como Jesús, quien, al recibir la lluvia de piedras, imitó a su Maestro, diciendo las mismas palabras (Hechos 7:60). Sí Cristo perdonó y nos perdonó, quién soy para no hacerlo.
Una palabra de salvación para uno malhechor. De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lucas 23:43)
Proféticamente se había dicho que Jesús moriría en medio de los malhechores (Isaías 53:12). Uno de aquellos hombres, frente al umbral de la muerte, tiene temor de Dios y clama y la promesa inmediata fue su salvación. No sabemos cuánto tiempo duraron para morir los dos ladrones, pero uno de ellos al morir despertó en el paraíso, mientras que el otro, estando tan cerca, al morir despertará en el infierno.
Con esto quedó comprado dos cosas: hay una humanidad que rechaza a Cristo estando tan cerca, y lo otro es que alguien puede salvarse hasta el último momento de su vida. La gracia de Dios no tiene límites, solo espera por el arrepentimiento genuino como lo tuvo aquel ladrón.
Los hombres se pierden no por una decisión divina, sino por la voluntad humana. El mensaje sigue siendo el mismo: “Dios no quiere que nadie se pierda, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9). El primer fruto de la cruz fue un ladrón arrepentido.
Una palabra de protección para una madre angustiada
Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa. (Juan 19:26-27)
Esta es una de las palabras más conmovedoras de las siete. Si María estaba viuda para ese momento, la previsión que Jesús está haciendo es pensar en el desamparo que involucra la condición de una viuda para aquella sociedad.
Nadie como Jesús para conocer el deber del mandamiento de honrar a sus padres (Mateo 19:19). Allí vemos al Jesús humano, al Jesús hijo y al Jesús responsable para cuidar de su madre cuando él ya no estuviera. Jesús sabía quién podía ser el responsable de aquella tarea, por tal razón escoge a Juan, su discípulo amado. Con esta palabra Jesús nos dice que amar a Dios es amar al hermano que tenemos al lado.
¿Puede imaginarse a María en ese momento viendo a su hijo morir, pero a su vez oírlo haciendo esa provisión? ¿Cómo estaría su corazón en aquel momento? Hay una esperanza en medio de su terrible dolor.
Una palabra dirigida a Dios
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mateo 27:46)
?Una de las cosas interesantes de la “siete palabras” es que Cristo comienza hablándole al Padre y así lo termina, sin embargo, en la cuarta palabra, la más difícil de todas, Jesús lo llama “Dios”, pero sintiéndose abandonado de él. Que el Hijo llame a Dios en lugar de Padre es el más grande de los misterios de nuestra salvación.
La soledad y el sentimiento de lejanía del Padre marcan el máximo dolor de Jesús. Ese momento inevitable vendría de acuerdo con la profecía del Salmo 22. El grito de angustia del Hijo era porque el Padre no podía tener contacto con el pecado, y fue en esas tres horas de oscuridad cuando Cristo experimentó la única separación de su amado Padre.
Una palabra para su necesidad final
“Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed” (Juan 19:28).
¡Cuán significativa la expresión con que Juan prosigue el relato, hablando “después de esto”. Fue después que Jesús satisfizo las necesidades de los demás cuando pensó en la suya propia.
Una de las cosas más terribles para el cuerpo humano es la deshidratación. Se pueden pasar muchos días sin comer, pero muy pocos sin tomar agua. Un médico ha explicado el terrible momento de la sed de Jesús, diciendo esto: “Posiblemente la sed ardiente que padeció Jesucristo, producida por un aumento de la osmolaridad del medio interno y por la severa hipovolemia, es una de las sensaciones más fuertes que puede experimentar el ser humano”.
Tal era su sed que Jesús aceptó el vinagre, y su rechazo fue porque eso intensificó más su ardiente sed. Pero la sed de Jesús iba más allá de la física, porque él deseaba calmar la sed de la justicia divina en aquel terrible momento. Nadie tiene más sed de salvación que Jesús frente a la obra del pecado y Satanás.
Las dos palabras finales
“Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Juan 19:30).
La muerte siempre está asociada con la debilidad, sin embargo, no fue ese el caso de Jesús. Esta última palabra no es la de un perdedor, sino la de un triunfador. “Consumado es” significa: ¡Misión cumplida! ¡Salvación efectuada! ¡Rescate pagado! Cuando Cristo dijo esta palabra se dio el rescate total del pueblo de Dios fue completado.
En ese momento ocurrió una total obra de liberación a la que no se le puede añadir nada más. Con esta palabra Jesús terminó la complacencia del Padre como el sustituto perfecto para salvarnos de una vez y para siempre: «porque por una ofrenda Él ha hecho perfectos para siempre a los que son santificados» (Hebreos 10:4).
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lucas 23:46)
No todos los crucificados morían como murió Jesús. Observe esta última palabra, donde ya no se ve su agonía. La serenidad gobierna ese último momento. Jesús ha reposado. Las manos de su tierno Padre ahora lo reciben.
Así es como muere un verdadero hijo de Dios. Nosotros podemos tener la misma actitud en la hora de la muerte, la certeza de que nuestro espíritu pasa a las manos del Padre amante que nos recibirá con gozo en su gloria. Si no sabía a dónde va cuando muera, escuche a Jesús decir: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Ningunas manos serán mejores para vivir la eternidad que las Suyas.
CONCLUSIÓN: He aquí el evangelio predicado por Jesús desde su último púlpito. Las siete palabras fueron también su último sermón. Jamás comprenderemos la agonía y el dolor de aquellas seis horas de nuestro salvador sostenido por los clavos entre el cielo y la tierra.
Dios pudo haber escogido una muerte más serena como la de Abraham, quien murió lleno de días y en plena vejez, pero escogió para su Hijo Santo la más infame de todas las muertes, la de la cruz, y lo hizo por amor a ti. Aquella era la cruz de Barrabás, pero también era la mía.
Jesús tomó mi lugar, Jesús llevó mis pecados, Jesús murió para que no fuera eternamente al infierno. Por lo tanto, todos los que amamos a este precioso Jesús, unámonos al gran coro celestial, exclamamos: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina! (Apocalipsis 19:6)