
Max Lucado predica en su sermon sobre el deseo de estar en la casa de Dios
Mi hija invitó recientemente a una amiga a pasar la noche con ella. No tenían clases el día siguiente, así que les permitimos que se quedaran levantadas todo lo que quisieran. El aplazamiento de la hora de ir a la cama para un par de niñas de siete años es como liberar a un convicto de la fila de la muerte. Las dos me superaron.
Dormía en mi silla cuando desperté, me di cuenta que era casi la medianoche y que ellas seguían despiertas. “Bueno, niñas”, les informé, “es mejor que nos vayamos a dormir”. Gimieron todo el rato mientras se cambiaban la ropa, se lavaban los dientes y se acostaban.
En ese momento nuestra pequeña invitada pidió llamar a su mamá. Al principio no quisimos, pero entonces le tembló la barbilla, los ojos se le nublaron, y sabiendo que estábamos a pocos momentos de una explosión, le pasamos el teléfono.
Podía imaginarme lo que ocurría al otro lado de la línea: suena el teléfono en la oscuridad, una madre, por encima de su marido profundamente dormido, toma el receptor.
La pequeña ni siquiera dijo “Hola”. “Mami, quiero irme a casa”. Con un oso de felpa en una mano y el teléfono en la otra, alegó su causa. Tenía miedo de despertar en una habitación extraña. Esta no era su casa. Quería su cama, su almohada y, por sobre todo, a su mamá.
No la culpo. Cuando viajo, la parte más difícil del viaje es ir a dormir. La almohada nunca queda bien, las sábanas son muy…muy tiesas. Además, quién sabe el que durmió allí anoche. Las cortinas nunca cierran como para impedir que la luz de neón penetre por la ventana. Necesito levantarme temprano, pero… ¿puedo confiar en que la operadora me despertará a tiempo?
Después de todo, aquella noche en Boise nadie me despertó y… allá van mis pensamientos que abarcan todo desde la visita de Denalyn al doctor pasando por el vuelo de mañana, hasta la declaración de impuestos de la temporada. Llamaría a casa, pero es demasiado tarde. Saldría a caminar, pero podrían asaltarme.
Podría pedir que me trajeran comida a la habitación, pero ya comí. Me iría a casa, pero, bueno, se supone que soy adulto. Finalmente me siento en la cama, enciendo el televisor y me pongo a ver deportes hasta que me arden los ojos y luego al rato, me duermo.
Lo asocio con la amiga de Sara. Cuando se llega al descanso del cuerpo, no hay casa como la de uno.
También lo asocio con el salmista David. Cuando se trata del descanso del alma, no hay lugar como la Gran Casa de Dios. “Lo que pido de Dios, lo que más deseo”, escribió, “es el privilegio de meditar en su Templo, vivir en su presencia cada día de mi vida, deleitarme en sus perfecciones y gloria incomparables. Allí estaré yo cuando sobrevengan las tribulaciones. Él me esconderá. El me pondrá sobre alta roca”. (Salmo 27.4-5, la Biblia al día).
Si pudieras pedirle una cosa a Dios, ¿qué pedirías? David nos dice lo que pediría. Anhela vivir en la casa de Dios. Enfatizo la palabra vivir, porque merece subrayarse.
David no quiere charlar. No quiere una taza de café en el corredor de atrás. No pide una comida, ni quiere pasar una noche en la casa de Dios. Quiere mudarse con Él…para siempre. Pide su propia habitación…permanente. No desea instalarse en la casa de Dios, anhela retirarse allí. No busca una tarea temporal, sino una residencia para toda la vida.
Cuando David dice: “En tu casa, oh Señor, para siempre viviré” (Salmo 23.6, La Biblia al día), sencillamente dice que no quiere jamás dar un paso que lo aleje de Dios. Desea permanecer en el ambiente, en la atmósfera, en la conciencia de que está en la casa de Dios, dondequiera que esté.
El Padrenuestro es el plano de planta de la Casa de Dios: una descripción paso a paso de cómo Dios satisface nuestras necesidades cuando estamos en Él. En esta oración se describe todo lo que ocurre en una casa sana. Protección, instrucción, perdón, provisión…todo ocurre bajo el techo de Dios.
“Entonces, ¿por qué no hay más gente que se sienta protegida, perdonada o instruida?”, podrías preguntar.
Mi respuesta es tan simple como directa es la pregunta. La mayoría no ha aprendido a vivir en la casa. Ah, nosotros la visitamos. Venimos por el día o llegamos para una comida. Pero, ¿morar en ella? Este es el deseo de Dios.
Recuerda la promesa de su Hijo: “El que me ama, hace caso a mi palabra; y mi Padre le amará, y mi Padre y yo vendremos a vivir con él”. (Juan 14.23). Quiere ser aquel en quien “vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17.28, NVI).
Ahora quiero terminar con un ejemplo de cómo esta oración puede ser un hogar para tu corazón. Tengo aún un gran camino por recorrer, pero estoy tratando de aprender a morar en la Gran Casa de Dios. Los últimos siete días tomé nota de los momentos en que saqué fortaleza de alguna parte de la casa.
El lunes estaba cansado, físicamente extenuado, así que entré en la capilla y dije: “Tuyo es el poder” y el Padre me recordó que era bueno que descansara.
El martes tenía más que hacer que horas tiene el día. En vez de ceder al estrés, entré en la cocina y pedí el pan nuestro de cada día. Me dio fortaleza y logré hacerlo todo.
El miércoles estaba en la cocina nuevamente. Necesitaba algunas ideas para un libro para niños. Fui hasta la mesa e hice una petición. A la hora de ir a dormir tenía el manuscrito en borrador.
Teníamos una reunión estratégica del personal esta semana. Comenzamos con media hora de oración y culto durante la cual entré en el observatorio y luego a la capilla. Pedí a Dios que había hecho los cielos que me diera la seguridad de que la reunión iba bien, y lo hizo. Pedí al Dios santo que está sobre nosotros que me guiara y lo hizo.
En una ocasión estaba impaciente. Entré en el corredor a pedirle gracia a Dios para descubrir que ya la había dado. En otro momento me sentí tentado, sin embargo, en el momento oportuno entró en la habitación una persona con una palabra con una palabra de sabiduría, y me acordé del grosor de las paredes. Entonces me sentí frustrado por la opinión de una persona. No sabía qué responder, así que entré en el estudio, abrí la Palabra y 1 Corintios 13 me recordó: “El amor es paciente, es benigno”.
No quiero dejar una falsa impresión. Ha habido tiempos en que he estado preocupado en vez de adorar, ha habido momentos en que le dije a Dios lo que tenía que tener en vez de confiar en que Él me llenaría el plato. Pero cada día aprendo a vivir en la Gran Casa de Dios.
Espero que tú también. Toma el consejo de Pablo y orar “en todo momento”. Hazte el propósito de nunca salir de la casa de Dios. Cuando estés abrumado por las cuentas por pagar, entra en la cocina de Dios. Cuando te sientas mal por haber cometido un error, mira hacia el techo. Cuando visites a un nuevo cliente, ora en silencio al entrar en la oficina: “Venga tu reino a este lugar”. Cuando estés en una reunión tensa, entra mentalmente en la sala del horno y ora: “Que la paz del cielo se sienta en la tierra” cuando sea difícil perdonar a la esposa, toma el cheque de la gracia que Dios te ha dado.
Mi oración por ti es la misma de Pablo: “Cambiad nuestras maneras de pensar” (Romanos 12.2). Que el Espíritu Santo transforme tu entendimiento. Dios permita que puedas sentirte tan cómodo en su casa que nunca salgas de ella. Cuando te encuentres en otra casa, haz lo que la amiga de Sara hizo: llama a casa. Dile a tu Padre que no puedes descansar en otra casa que no sea la suya. No se molestará por la llamada. Estará esperando junto al teléfono.
Tomado del libro: La Gran Casa de Dios
Editorial: Betania
Publicado: Editado: 15138