El afamado sociólogo e historiador Rodney Stark ha dedicado gran parte de su carrera a investigar la manera en que el cristianismo se convirtió en un movimiento mundial. Después de la ascensión de Jesús, sus seguidores eran apenas algunos miles, y pocos tenían poder político o económico.
Como un grupo perseguido en un remoto rincón del mundo, poseían pocos recursos y estaban sometidos tanto a los poderes religiosos locales como a la opresión del imperio romano. Sin embargo, para el siglo IV la fe cristiana se había convertido en la fuerza religiosa dominante en todo el mundo imperial. ¿Cuál fue la razón?
Al contar la historia desde un punto de vista sociológico, Stark explica que dos epidemias terribles arrasaron con los centros metropolitanos de Roma. Prácticamente, toda la élite (y las demás personas que pudieron arreglárselas para seguirla) huyó de las ciudades.
Atrás quedaron los centros urbanos llenos de personas enfermas y moribundas. Los historiadores dicen que cuando los enfermos recibían el cuidado médico elemental –—aseo, comida nutritiva, etc.— las probabilidades de sobrevivir aumentaban entre 60-70%.
Constreñidos por la encarnación de Jesús y su ejemplo de hacerse presentes donde estuvieran los enfermos, los pobres y los oprimidos, comunidades cristianas enteras tomaron la peligrosa decisión de quedarse en las ciudades infectadas de enfermedades para cuidar de los débiles y atender a los moribundos. Estos creyentes creían en que el evangelio de Cristo los llamaba a tener una visión radical de la vida en comunidad, una clase de sensibilidad diferente.
La decisión fue costosa. Dionisio, uno de los padres de la iglesia primitiva, reseñó las implicaciones: “Muchos, al alimentar y atender a otros, transferían a sí mismos su muerte, y morían en lugar de ellos”.
¿Cómo no reconocer en estos actos el poderoso reflejo del propio sacrificio de Jesús en la cruz? Fue este testimonio —las vidas radicales de los cristianos que juntos buscaron responder de manera auténtica al amor que Jesús había enseñado— lo que a la larga doblegó al imperio. Estos creyentes, unidos por el poder del Espíritu Santo y saturados del mismo, mostraron la vida nueva prometida por Jesús.
La creación de una nueva clase de personas inspiradas por el poder de la resurrección de Cristo, era precisamente lo que el Señor se había propuesto hacer. Jesús había dicho a sus seguidores que después que Él regresara al Padre, el Espíritu de Dios descendería sobre ellos.
Cuando Jesús hablaba de la presencia creativa y explosiva del Espíritu, era imposible imaginar las repercusiones de esta dinámica realidad. Jesús prometió que el Espíritu Santo crearía una comunidad que participaría en obras mayores que las que Él mismo había hecho durante su ministerio terrenal (Jn 14.12).
Lo que debemos tener cuidado de no pasar por alto, es que la promesa fundamental de Jesús se refería a la comunidad que crearía el Espíritu, no simplemente a los hombres, las mujeres y los niños a quienes el Espíritu daría poder. Desde el pacto de Dios con Abraham, hasta el llamamiento que hizo a Israel, Él siempre ha trabajado por medio de un pueblo específico. Jesús anunció que ahora la restauración que haría Dios del mundo comenzaría por medio de un pueblo nuevo, un pueblo formado por el Espíritu.
Después de la ascensión de Jesús, algunos de sus discípulos, inseguros de su futuro, estaban reunidos para tener una celebración religiosa. Lucas destaca que la reunión fue en Pentecostés, un detalle crucial si queremos entender lo que iba a suceder. En Pentecostés, Israel recordaba que Dios les había dado la Ley en el Sinaí y llamado a la misión de ser su pueblo visible. En Pentecostés, contaban cómo Dios había preservado un pueblo que llevaba su nombre, y que lo había dado a conocer al mundo.
Lo que Jesús se había propuesto era revitalizar la historia de Israel. En este nuevo Pentecostés, el Espíritu Santo crearía una nueva comunidad formada por personas de todo origen étnico y de todas las condiciones socioeconómicas. El Espíritu crearía un pueblo cuya composición misma demostraría la obra de Cristo.
Dado que el propósito del Espíritu Santo era crear un pueblo nuevo, no es de extrañar que su primer acto milagroso fuera producir un lenguaje común. Cuando el Espíritu cayó sobre ellos, los apóstoles comenzaron a predicar a la multitud que se había reunido. Mientras predicaban, “la multitud se juntó; y estaban desconcertados porque cada uno les oía hablar en su propia lengua” (Hch 2.6 LBLA).
Este milagro no fue simplemente una demostración sensacional de poder divino, sino más bien la señal de que Dios estaba destruyendo todas las barreras humanas. Estaba reuniendo a personas diferentes y creando una nueva y magnífica comunidad hermoseada por la vida y la verdad de Dios. El movimiento del Espíritu reunió a judíos y gentiles, y a fenicios y cretenses; pero también a ricos y pobres, a hombres y mujeres, y a esclavos y a la élite política, en un solo pueblo unido en Dios. Esta nueva comunidad anunciaba, con su simple existencia, la poderosa presencia de Dios en el mundo.
Durante siglos, el pueblo de Dios ha mostrado la renovadora vitalidad del Espíritu Santo, tanto por las maneras transformadoras de vivir en comunidad, como por el modo de poner de manifiesto el evangelio en nuestra vida pública. Cada vez que abandonemos la esperanza de encontrar lugares donde Dios esté visiblemente presente, no tenemos sino que mirar los cientos de miles de lugares donde el pueblo se reúne para adorar, predicar la resurrección, y poner en práctica la justicia y la misericordia de Dios.
Desde la pequeña iglesia que se reúne en casas iluminadas con velas, hasta la multitud reunida en una catedral imponente, el pueblo de Dios proclama la historia de Jesucristo y comparte el compromiso de encarnar la vida de Jesús en el mundo. Esto no quiere decir que la iglesia es siempre fiel a la manera de actuar de Jesús, pero sí que cuando negamos nuestra identidad y nuestro llamamiento, nuestras acciones pecaminosas son juzgadas por la misma historia que proclamamos.
En 1988, Greg Boyle, obedeciendo el llamamiento que Dios había hecho a su vida, comenzó a mezclarse con los miembros de ocho pandillas rivales en las calles más problemáticas de Los Ángeles. Muchos se preguntaban si Boyle se había vuelto loco, pero él creía que si a los pandilleros se les ofrecía una salida (tal como un trabajo serio), muchos de ellos escogerían un camino diferente. La parte más riesgosa de su plan era poner a trabajar unidas a estas pandillas rivales.
A medida que estos enemigos comenzaran a conocerse unos a otros y a formar una nueva clase de comunidad, Boyle creyó que podrían dejar de matarse entre sí. Fue a partir de este débil comienzo que se formó el grupo sin fines de lucro más grande del país que media entre pandillas. Spider, un miembro de una pandilla dijo que, sin Boyle, él estaría “muerto o en la cárcel”. Boyle se ha convertido en una figura paterna para una generación de pandilleros, la mayoría de los cuales nunca conocieron a su padre biológico.
Lo que más necesitaban estos pandilleros era una nueva manera de ser, una nueva clase de comunidad que demostrara un amor radical, y que representara nuevas posibilidades y una verdadera esperanza. Necesitaban comunidades creadas por el Espíritu de Dios, que demostraran el poder redentor del evangelio.
Cuando obedecemos a Jesús y estamos dispuestos a ser el pueblo de Dios en todas las relaciones y espacios de nuestras vidas, demostramos una y otra vez el poder de Pentecostés.