Las palabras de Pablo en los primeros tres versículos del cap. 13 de su primera carta a los corintios son muy elocuentes. Sin amor, lo más preciado del hombre se reduce a la nada; sus más grandes logros se convierten en cero y los dones espirituales vienen a ser menos que nada. Y lo mismo podemos decir de la benevolencia. ¿Qué puede ser más sublime que el entregar todos nuestros bienes para dar de comer a los pobres?
Sin embargo, Pablo no sólo da a entender en el vers. 3 que es posible hacer algo como eso sin estar movidos por el resorte del verdadero amor, sino que también enseña con toda claridad que de ser así de nada sirve:
“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve” (1Cor. 13:1-3).
Si el amor no está detrás de todo cuanto hacemos, de acuerdo a la enseñanza de este texto a los ojos de Dios eso no sirve para nada. De manera que el amor es central en la vida cristiana. En el resto de esta entrada quiero compartir cuatro argumentos que apoyan esta declaración.
En primer lugar, el amor es aquello que nos dispone a ejecutar todos nuestros deberes para con Dios y para con los hombres.
Es el amor a Dios aquello que dispone nuestro corazón para honrar a Dios como es debido, adorar Su grandeza, y someternos gozosa y voluntariamente a Su dominio. Por algo el Señor colocó el mandamiento de amar a Dios a la cabeza de todos los mandamientos (comp. Mt. 22:34-38). De esta fuente emana todo lo demás. Es el amor a Dios aquello que nos mueve a obedecerle con una obediencia evangélica, como la obediencia que le dispensa el hijo al padre que ama.
Es el amor aquello que nos mueve a refugiarnos en Dios en tiempos de dificultad. Cuando viene la aflicción queremos estar cerca de aquellos que amamos, y recibir el consuelo de su compañía. El que ama a Dios se refugia en Dios en tiempos de necesidad.
Es el amor a Dios aquella virtud que dispone nuestro corazón a deleitarse en el hecho de que Dios sea glorificado, aun cuando para ello tengamos que ser nosotros humillados. Es ese mismo amor que guarda nuestras almas de poner en duda la Palabra de Dios, o de poner en duda la genuinidad de Su amor para con nosotros cuando atravesamos en medio de alguna providencia aflictiva. El que ama a Dios justifica a Dios, y está dispuesto a decir como Pablo: “Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso” (Rom. 3:4). Todos nuestros deberes para con Dios son energizados por el combustible del amor.
Pero lo mismo podemos decir en lo que respecta a nuestros deberes para con los hombres (comp. Rom. 13:8-10). Si amamos al prójimo nos guardaremos de hacer deliberadamente nada que pueda dañarle. Más aún, nos ocuparemos activamente de hacerle bien. La compasión y la misericordia emanan directamente del amor.
De igual manera es el amor la virtud que pondrá un cerco alrededor de nuestro corazón para que no envidiemos al prójimo en su prosperidad; aquello que nos moverá a pensar caritativamente de sus acciones; a moderar nuestras pasiones cuando tiendan a levantarse en medio de la ofensa, de los malos entendidos, etc. En Pr. 10:12 está escrito que “el odio despierta rencillas; pero el amor cubrirá todas las faltas”.
En segundo lugar, cualquier cosa que hagamos que tenga apariencia de virtud no es más que hipocresía cuando es ejecutada sin amor.
Si no es por amor que lo hacemos ya no hay sinceridad en nuestra actuación. Sea en el contexto de nuestros deberes para con Dios, o de nuestros deberes para con los hombres; si el móvil que está detrás no es el amor a Dios o el amor al prójimo, ¿cuál es, entonces? El amor a nosotros mismos; a nuestra propia reputación, a nuestra propia comodidad. Queremos el aplauso y la buena opinión de los hombres, para poder servirnos de esas cosas en el momento propicio. Así que mientras aparentamos estar preocupados por la gloria de Dios o el bienestar del prójimo, en realidad estamos preocupados por nuestra propia gloria y nuestro propio bienestar.
En tercer lugar, decimos la Biblia enseña que la vida cristiana es una vida de fe, y que la fe obra por el amor.
Pablo nos dice en 2Cor. 5:7 que es por fe que andamos, “no por vista”. La vida cristiana es una vida de fe de principio a fin. Entramos en ella por medio de la fe, permanecemos en ella creyendo. Ahora bien, esa fe, dice Pablo en Gal. 5:6, “obra por el amor”. Donde no veamos esa obra de amor, podemos concluir que no hay fe, y donde no hay fe tampoco hay vida cristiana.
¿Podemos concebir la vida cristiana sin fe? No, de ninguna manera. Somos salvos por medio de la fe; vivimos por fe. ¿Podemos concebir la fe sin amor? Tampoco, porque la fe que no obra es muerta en sí misma, dice Santiago, y Pablo aclara que la fe obra por medio del amor. Por tanto, podemos concluir que tampoco se puede concebir la vida cristiana sin amor, lo mismo que no podemos concebirla sin fe. Ambos elementos caminan de la mano. Dios los juntó, y el hombre no puede separarlos.
En cuarto y último lugar, decimos que el amor es central en la vida cristiana, el resumen de todas las virtudes cristianas, porque la Biblia así lo declara de manera explícita (comp. Mt. 22:34-40). Por algo Pablo dice en Rom. 13:8 que el que ama ha cumplido la ley.
A la luz de esta enseñanza bíblica, ¿qué debemos hacer ahora? En primer lugar, debemos examinarnos a nosotros mismos. Dado que el amor es algo esencial a la vida cristiana, y no un asunto que se encuentra meramente en la periferia, ¿puedo decir que el germen de esa virtud ha sido implantado en mí por el Espíritu Santo? Comp. 1Jn. 3:14-19; 5:1.
En segundo lugar, dado que el amor ocupa este lugar de preeminencia en la vida cristiana, aquellos que poseen la convicción de ser hijos de Dios, deben esforzarse por crecer y abundar en este amor cada vez más y más (comp. 1Ts. 4:9-10). ¿Dices ser hijo de Dios? ¿Afirmas haber sido regenerado por el Espíritu Santo? He aquí, entonces, algo en lo que debes estar ocupado todos los días de tu vida: poner este amor en práctica, y abundar en ello más y más.
¿Puedes decir honestamente que tu amor por los hermanos es más fuerte hoy de lo que era antes? ¿De lo que era hace un año atrás? ¿Hace 6 meses atrás? ¿Cómo está tu involucración con los hermanos, sobre todo en el contexto de sus aflicciones, de sus necesidades? ¿Hay hermanos en la Iglesia que tienen razones para dar gracias a Dios por ti?
Si no podemos discernir crecimiento en estas cosas, probablemente estamos decayendo en nuestra vida de piedad. El que no está creciendo en amor no está creciendo en nada por cuanto el amor resume todo lo demás. Que el Señor nos ayude a ser juiciosos y honestos al evaluar estas cosas, pero sobre todo que nos dé un espíritu renovado de arrepentimiento, de modo que al evaluarnos a nosotros mismos no desfallezcamos.
El Espíritu no convence de pecado para llevarnos a la depresión, sino para que, enfrentando nuestros pecados bíblicamente, seamos cada vez más semejantes a nuestro Señor Jesucristo.
Fuente: http://ibsj.org/