A mi fe nunca la ha ayudado el compararme con los demás. Lamentablemente, esa verdad me ha hecho sentir envidia por las vidas de las personas a quienes parece que todo les va bien —tienen buenos matrimonios, hijos bien educados, trabajos estables, actitudes positivas. Observo lo bien que viven, y me pregunto por qué no puedo ser como ellos.
Qué bueno debe ser sentirse así, sin grandes preocupaciones o dudas, sin pecados secretos carcomiéndonos el corazón, sin días y noches clamando a Dios con preguntas y recibiendo como respuesta un silencio aterrador.
Lo que aprendemos, sin embargo, cuando llegamos a conocer a personas aparentemente perfectas, es que la fe de nadie es perfecta. Ellas también tienen luchas a pesar de sus rostros felices, y de su intento por mantener sus dudas y sus pecados escondidos, por tanto, no se sienten más cerca de la perfección que el resto de nosotros.
Cualquiera que piense que se ha ocupado de su salvación de modo satisfactorio, de hecho, quien no tiene “temor y temblor” (Fil 2.12), está aun más perdido que nosotros. Ya que por lo menos, tenemos una conciencia que nos atormenta recordándonos la gran división que hay entre nuestras vidas manchadas y la santidad de Dios.
Puesto que hay un gran abismo, pero cada uno de nosotros ha sido llamado a andar por el camino de la santificación para encontrarse poco a poco con la santidad de Dios. A veces, esto parece imposible, porque volvemos a caer —como en mi caso— en el pecado persistente, las distracciones, y los sentimientos de debilidad, inutilidad y agotamiento.
Sin embargo, somos llamados a transitar por este camino pues fuimos creados para buenas obras “las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef 2.10). Pero es un camino muy largo, ¿verdad? Un camino largo y agotador, y a veces miramos atrás y lo único que vemos es el fracaso; miramos hacia adelante, e imaginamos que encontraremos más fracasos; entonces le preguntamos a Dios: “¿Por qué yo?¿Por qué has dispuesto que tantas personas dependan de mí?¿Por qué has permitido que yo luche con este pecado?¿Por qué quieres que me mantenga por este camino, cuando estoy tan cansado?”
Preguntamos por qué y dónde. ¿Dónde, Señor, termina todo esto? ¿Cuál es tu propósito para esta enfermedad, este desempleo, este hijo rebelde?
Varias veces he tratado de negociar con Dios; le he pedido que me muestre a dónde estoy yendo, para yo dejar de preguntar por qué. Un viaje puede parecer interminable cuando no se tiene un mapa que diga qué tan cerca estamos del destino final.
La Biblia dice: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Ro 8.28). Pero eso no significa que siempre sabemos cuándo vendrá el bien, o a dónde nos llevará el embravecido río de la vida.
Así que, todos estamos en una búsqueda. Algunos, buscando el camino que conocimos una vez, porque perdimos el norte. Podemos estar asistiendo a la iglesia, a un grupo de estudio bíblico y oración, o incluso estar leyendo la Biblia cada día, y aun así seguir sintiéndonos perdidos.
Otros se pueden sentir perdidos, y todo el mundo sabe que necesitamos ayuda, pero pensamos que estamos demasiado cansados para hacer lo que tenemos que hacer. Demasiado cansados para resistir el llamado de esa botella, de esa pornografía, o de esa relación incorrecta.
Nos sentimos demasiado cansados para orar, demasiado temerosos del silencio que resulta de habernos distanciado de Dios. En lo más profundo de nosotros seguimos buscando a Dios, aunque solo sea porque Él nos llama: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Jn 10.27).
Nosotros, los que nos sentimos perdidos, escuchamos el susurro de Dios y al mismo tiempo huimos de él; queremos correr a los brazos de Dios, pero nos aterra hacerlo porque eso significa que tendremos que renunciar a las vidas que hemos creado para nosotros mismos.
Me he “estancado” en mi fe, y he estado perdido, y cada vez mi inclinación ha sido culpar a Dios por no hablarme más claramente. Si solo me dijera lo que quiere que yo haga —me digo a mí mismo— entonces lo haría, por supuesto. Cuando mi corazón está en ese estado de testarudez, oro y leo la Biblia por puro formalismo, pero eso no me hace ningún bien. No puedo escuchar nada —absolutamente nada— y me digo a mí mismo la mentira de que Dios ha dejado de hablar.
Cristo dice: “Mirad lo que oís; porque con la medida con que medís, os será medido, y aun se os añadirá a vosotros los que oís” (Mr 4.24).
Estamos llamados a recorrer un camino, y porque somos infieles tenemos la tendencia a detenernos, al igual que niños testarudos, porque no podemos ver el final. Tal vez una razón por la que no podamos ver más allá en el camino de la fe, es porque no ponemos suficiente atención a donde nos encontramos ahora mismo. Oímos, nos dice Cristo, cuando escuchamos. No podemos esperar tener una fe más grande, un camino más claro, a menos que recibamos en nuestros corazones esas palabras de Dios que ya entendemos.
Palabras como: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mr 12.31).
Palabras como: “De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” (Col 3.13).
Palabras como: “Abrirás tu mano a tu hermano, al pobre y al menesteroso en tu tierra” (Dt 15.11).
Algunos de nosotros pedimos a gritos la dirección de Dios, pero no hemos tenido en cuenta las lecciones que aprendimos en la Escuela Dominical. Hay tanta sabiduría en la Biblia, tanta enseñanza de un Padre amoroso, pero no podremos escucharla hasta que comencemos a prestar atención a las palabras que ya hemos recibido.
Muchas veces me he parado en el camino, exigiendo saber de Dios cuál será mi próximo paso, sin darme cuenta de que Él ya me lo ha indicado. Amar a mi prójimo. Visitar a los presos. Dar de mi mismo a “estos más pequeños”. No sé cómo seguir adelante, porque no sé cómo vivir debidamente donde me encuentro ahora. Estoy llamando a gritos, pero cierro mis oídos a la respuesta. No soy capaz de oír, porque no escucho.
Vivimos la vida a la cual somos llamados, no teniendo la mirada fija en la distancia, preguntándonos cuándo llegaremos “allá”, sino apreciando que el “allá” está “aquí”, así como el reino de los cielos se ha acercado. El reino se ha acercado porque Cristo es Emanuel —Dios con nosotros— lo que significa que no necesitamos llegar allá porque Él ha venido aquí. Está aquí y está hablando.