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PREDICAS CRISTIANAS

Mayordomia Cristiana Fidelidad Servir a Dios

Una Buena Mayordomia Cristiana I

Juan Wesley

La brevedad e incertidumbre de nuestra mayordomía. La muerte nos despoja de los bienes terrenales, de nuestro cuerpo con todas sus facultades.




Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás más ser mayordomo (Lucas 26: 2).

Esta representación de la relación entre Dios y el hombre es muy feliz.

I. ¿En qué sentido somos los mayordomos del Señor? El ma­yordomo no es el dueño, sino sólo el depositario de bienes que se deben usar según las direcciones del amo. Dios nos ha hecho ma­yordomos.

II. La brevedad e incertidumbre de nuestra mayordomía. La muerte nos despoja de los bienes terrenales, de nuestro cuerpo con todas sus facultades, de muchos talentos, y si bien nuestras almas siguen viviendo, cesa nuestra mayordomía.

III. Hay que rendir cuentas. Una vez por todas, en el día del juicio. Especialmente de todo aquello que se nos dio en de­pósito. Seguirá la sentencia eterna.

IV. De aquí aprendemos: lo preciso del tiempo; que ningún trabajo en la vida es indiferente; que no puede haber obras de supererogación; que debemos caminar sabiamente y en temor.

Da cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás más ser mayordomo (Lucas 26: 2).

1. Los Oráculos de Dios nos presentan bajo diferentes maneras la relación del hombre para con la Divinidad, de la criatura para con el Creador. Si se considera al hombre como pecador, cual una criatura caída, es, según la Escritura, deu­dor a su Creador. Se le menciona también como un siervo, el cual distintivo es característico de la criatura, tanto que se aplica al Hijo de Dios en su estado de humillación: "toman­do forma de siervo, hecho semejante a los hombres."

2. Ninguna característica asienta mejor al hombre en su estado actual, que el de mayordomo. Con frecuencia le da nuestro Señor este nombre, que lo define con especial exac­titud. Cuando habla de él como pecador, le llama deudor. El calificativo que le da otras veces de siervo, es general y vago, pero el de mayordomo significa un siervo especial, lo que el hombre es bajo todos respectos. Este adjetivo describe ple­namente la situación del hombre en este mundo; específica qué clase de siervo es para con Dios, y qué clase de servicios espera de él su divino Maestro.

Bueno será, por consiguiente, que consideremos bien es­te punto a fin de que nos aprovechemos de él por completo. Investiguemos, pues, primeramente, en qué sentido somos al presente mayordomos de Dios. Consideremos, en segundo lugar, que cuando nos llame a su presencia ya no podremos más ser mayordomos. Y por último, que habremos de dar cuenta de nuestra mayordomía.

I. 1. En primer lugar, investiguemos en qué sentido somos mayordomos de Dios. Le debemos todo lo que tenemos, pero si bien el deudor está en la obligación de devolver lo que ha recibido, sin embargo, puede usarlo como mejor le plazca hasta el día del pago. No así el mayordomo. El no tie­ne derecho a usar como quiera lo que se le ha entregado en depósito, sino según las direcciones de su amo. No tiene de­recho de disponer de nada de lo que maneja, sin la voluntad de su señor; porque no es el dueño de ninguna de estas cosas, sino que otro las ha depositado con él, y las ha depositado con esta condición: que ha de usar todo según las órdenes de su amo.

Ahora bien, este es el caso en que se encuentra el hom­bre en su relación para con Dios. No nos cabe el derecho de usar lo que ha depositado en nuestras manos como mejor nos parezca, sino conforme a la voluntad de Aquel que es el úni­co dueño del cielo y de la tierra, el Señor de toda criatura. No tenemos derecho de disponer de nada de lo que tenemos, sino como El manda, puesto que ninguna de estas cosas nos pertenece; todas ellas son de otro; ninguna de ellas es nues­tra, propiamente hablando, en esta tierra de peregrinación. No hemos de recibir nuestras cosas, sino hasta que lleguemos a nuestra verdadera patria. Sólo las cosas eternas son nues­tras. Las cosas temporales las tenemos en depósito, son del Dueño y Señor de todo. Nos las confía con la condición pre­cisa de que las usemos sólo como cosas del Señor y según las direcciones especiales que nos ha dado en su Palabra.

2. Bajo esta condición nos ha confiado nuestras almas, nuestros cuerpos y todos los talentos que nos ha dado. Em­pero para fijar en nuestros corazones esta importante ver­dad, será necesario entrar en materia.

En primer lugar, Dios nos ha confiado el alma, ese es­píritu inmortal hecho a la imagen de Dios; con todos los po­deres y las facultades: el entendimiento, la imaginación, la memoria, el albedrío y todos los afectos intrínsecos de esa alma o relacionados con ella-el amor y el odio, la dicha y el sufrimiento respecto de lo bueno y lo malo en lo presente; deseo y aversión; esperanza y temor respecto de lo porvenir. Todo esto lo incluye Pablo en pocas palabras: "La paz de Dios guarde vuestros corazones y mentes." Quizá la palabra νοήματα pudiera traducirse como pensamientos, con tal de que se tome en su sentido más extenso: todas las percepciones de la mente, bien activas, bien pasivas.

3. Es evidente que no somos más que mayordomos de todas estas cosas. El Señor nos ha confiado estas facultades no para que las empleemos conforme a nuestro albedrío, sino según las órdenes expresas que nos ha dado, si bien es muy cierto que hacer su voluntad es la manera más segura de afirmar nuestra dicha, puesto que sólo así podemos ser feli­ces en este siglo y en la eternidad. Debemos, pues, usar nues­tro entendimiento, nuestra imaginación, nuestra memoria, en­teramente para la gloria de Aquel que los dio. Debemos someter nuestra voluntad enteramente a la suya, y dejar que El guíe y dirija nuestros afectos. Debemos amar y odiar, rego­cijarnos y congojamos, desear o evitar, esperar o temer, se­gún la regla que nos da Aquel de quien somos criaturas y a quien debemos servir en todo y por todo. En este sentido, ni nuestros pensamientos nos pertenecen. No podemos dis­poner de ellos, sino que habremos de dar cuenta a nuestro Señor de todos y cada uno de los movimientos de nuestra mente.

4. En segundo lugar, Dios nos ha confiado nuestros cuer­pos, esas máquinas "tan formidables y maravillosas." con to­dos sus miembros y facultades. Nos ha confiado los sentidos de la vista, el oído y todos los demás; mas ninguno de estos es nuestro, no debemos emplearlos según nuestro albedrío. No se nos han prestado dejándonos en libertad de usarlos al­guna vez como mejor nos plazca. Se nos han confiado bajo la condición precisa de usarlos solamente como El nos man­da y de ningún otro modo.

5. Bajo idénticas condiciones nos dio esa facultad exce­lente del lenguaje. "Jehová me dio lengua"-dice el antiguo escritor- "para saber hablar en sazón." Con este fin se dio lengua a todos los hijos de los hombres, para que la empleen a la gloria de Dios. Nada es, pues, tan absurdo ni mues­tra mayor ingratitud como decir: "haré lo que quiera con mi lengua." No tenemos ese derecho, puesto que no nos hemos creado a nosotros mismos, ni somos independientes del Altí­simo. El es el que nos hizo, "y no nosotros a nosotros mismos." Por consiguiente, en este respecto y bajo todos aspectos es nuestro Señor, y tendremos que darle cuenta de todas y ca­da una de nuestras palabras.

6. Somos igualmente responsables del uso que hacemos de nuestras manos y nuestros pies, y de todos los miembros de nuestro cuerpo. Estos son talentos que el Señor nos ha con­fiado hasta el día señalado por el Padre. Hasta entonces po­dremos usarlos, pero como mayordomos y no como propieta­rios, a fin de que no los presentemos "al pecado por instru­mentos de iniquidad," sino a Dios "por instrumentos de justicia."

7. Dios nos ha confiado, en tercer lugar, ciertas cosas temporales: alimentos que tomar, vestidos que ponernos; un lugar donde reposar la cabeza; no sólo las cosas necesarias a la vida, sino también las comodidades. Sobre todo, nos ha he­cho depositarios de ese precioso talento que compra todo lo demás, el dinero. A la verdad que este es muy valioso si lo usamos como mayordomos fieles y prudentes, si lo emplea­mos exclusivamente para lo que nos ha mandado Dios.

8. En cuarto lugar, Dios nos ha hecho depositarios de talentos que no están incluidos en las bendiciones ya mencio­nadas. Tales son la fortaleza del cuerpo, la salud, el buen parecer, las maneras afables, el saber y los conocimientos de varias clases, y todas las ventajas de una buena educación. Tal es la influencia que tenemos en los demás, bien se deba al amor que nos profesan, a la estima en que nos tienen o al poder que ejercemos-poder de hacerles bien o de causarles daño; de ayudarlos o estorbarlos en las circunstancias de la vida. Añádase a todo esto el talento inestimable del tiempo que Dios nos fía a cada momento, y, por último, ese don del cual depende todo lo demás y sin el cual lo que recibimos serían maldiciones en lugar de bendiciones; a saber: la gracia de Dios, el poder del Espíritu Santo que obra en nosotros lo que es aceptable en su presencia.

II. 1. Bajo todos estos conceptos los hijos de los hom­bres son mayordomos del Señor, el Dueño del cielo y de la tierra. El les ha confiado una parte muy considerable de las muchas cosas que son exclusivamente suyas, pero no para siempre ni por mucho tiempo. Se nos confía este depósito só­lo por un corto tiempo, durante el período incierto de nues­tra peregrinación en la tierra; sólo mientras permanecemos en el mundo, mientras tenemos aliento. Se apresura la hora, hela aquí, cuando ya no podremos más ser mayordomos. En el momento en que el cuerpo se torna al polvo, el polvo de que es hecho, y el espíritu a Dios que lo dio, ya no tenemos el carácter de mayordomos, se nos acaba el empleo. Se acaba una parte de las cosas que se nos dieron en depósito; al me­nos se acaban con relación a nosotros; ya no se nos confían, y la parte que queda ya no puede usarse como antes ni ser mejorada.

2. Algunas de las cosas que se nos confían se acaban- al menos en su relación con nosotros. ¿De qué nos sirven des­pués de esta vida el alimento, el vestido, las casas y las posesiones terrenas? El orín y la polilla lo destruyen todo. El gu­sano habita en todas las moradas de carne. Ya no conocen a los hombres en su propia tierra, todos sus bienes están en otras manos, y su porción ya no es bajo el sol.

3. Lo mismo puede decirse respecto del cuerpo. En el momento en que el espíritu vuelve a Dios, dejamos de ser mayordomos de esta máquina que es sembrada entonces en corrupción y deshonra. Todos los miembros y partes de que se componía se están convirtiendo en polvo. Las manos ya no pueden moverse; los pies se han olvidado de sus funciones; la carne, los huesos y los tendones se están convirtiendo a gran prisa en polvo.

4. Acábanse los talentos de una naturaleza mixta: las fuerzas, la salud, la belleza, la elocuencia y el buen parecer; nuestra facultad de agradar, persuadir o convencer a otros. Acábanse igualmente todos los honores que hemos recibido, todo el poder que tuvimos, toda la influencia que ejercimos en otros debido al amor o a la estima en que nos tenían. Pe­recen el amor, los deseos y el odio; ninguno de estos senti­mientos existe ya. Saben los hombres que los muertos no pue­den hacerles bien ni mal, de manera que "mejor es perro vi­vo que león muerto."

5. Tal vez quede la duda de si cuando el cuerpo se con­vierta en polvo se acabarán o no ciertas facultades que se nos han confiado, o si sólo se acabará la posibilidad de mejo­rarlas. A la verdad que no cabe la menor duda de que el len­guaje que ahora usamos, por medio de estos órganos del cuer­po, concluirá por completo cuando se acaben esos órganos. Ciertamente que la lengua ya no hará vibrar el aire, ni el aire conducirá las ondas sonoras al nervio sensorio. Aun el sonus exilis, la voz baja y aguda que el poeta supone que per­tenece a otro espíritu, no existe en realidad de verdad; no es sino un vuelo de la imaginación. En verdad que no puede du­darse el que los espíritus tengan algún medio de comunicarse sus pensamientos. Pero, ¿qué hombre podrá explicar esto? No es posible que usen de lo que nosotros llamamos lengua o idioma, de manera que no podremos más ser mayordomos de este talento cuando estemos entre los muertos.

6. Dudamos igualmente de que existan los sentidos, des­pués de haber sido destruidos sus respectivos órganos. Pro­bablemente cesarán los del tacto, el olfato y el gusto, puesto que se refieren más inmediatamente al cuerpo, y su fin especial, ya que no único, es la preservación del cuerpo. Em­pero, ¿no quedará algo del sentido de la vista, si bien el ojo esté cerrado por la muerte? ¿No habrá en el alma algo equi­valente al sentido actual del oído? ¿No es probable que exis­tan estos sentidos en un grado superior, de una manera más eminente que ahora, en el alma, libre ya del cuerpo, del polvo, cuando ya no sea una chispa de fuego en un fango lodoso; cuando ya no vea por las ventanas de los ojos y de los oídos; sino que más bien sea todo vista, todo oído, todo sentido, en una manera que no podemos concebir? ¿No tenemos pruebas claras de que es posible oír sin el oído, y ver sin los ojos, y esto constantemente? ¿Acaso no ve el alma sin usar de los ojos, y de la manera más clara, cuando sueña? ¿No goza de la facultad de oír sin ayuda del oído? Sea de esto lo que fuere, lo cierto del caso es que no se nos confiarán nuestros senti­dos, nuestra habla, cuando repose el cuerpo en el silencio de la tumba, como se nos confían ahora.

7. Hasta qué punto podremos conservar el saber y los conocimientos que adquirimos por medio de la educación, no nos es dable decir. Con razón dice Salomón: "En el sepulcro, a donde tú vas, no hay obra, ni industria, ni ciencia, ni sabi­duría." Pero es evidente que no pueden tomarse estas pala­bras en un sentido absoluto. Porque tan lejos está de ser cier­to el que no tengamos conocimientos después de dejar el cuerpo, que más bien dudamos de lo contrario, de si existe verdaderamente conocimiento alguno antes de la muerte. Es más bien una tremenda verdad que un pensamiento poético, la expresión aquella de que:

"Todas estas sombras que realidades creemos,

Son sueños vanos que nos forjamos,"

exceptuándose solamente aquellas cosas que Dios ha querido revelar al hombre. Por mi parte, diré que hace cincuenta años busco la verdad con diligencia, y que hoy día de nada estoy seguro, fuera de lo que aprendo en la Biblia. Más aún, afirmo positivamente que no sé ninguna otra cosa por la que arriesgaría mi salvación.

Aprendamos esto, sin embargo, de Salomón: que no hay en el sepulcro ciencia, sabiduría, ni obra que puedan servir de algo a un espíritu infeliz. No hay industria allí por medio de la cual pueda uno valerse de aquellos talentos que una vez se le confiaron, porque ya no habrá tiempo-la época de nues­tra prueba para la felicidad o la miseria eterna ya habrá pasado. Nuestro día, el día del hombre, ya se acabó; pasó el día de la salvación-nada queda ahora sino "el día del Señor" que trae consigo como una tempestad la infinita e invariable eternidad. (Continúa parte 2)



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A John Wesley junto con su hermano Charles Wesley se les reconoce como importantes predicadores, de cuyas predicaciones se inspiró el Movimiento Metodista inglés

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