Un mandamiento y una bendición no son la misma cosa. Yo puedo captar la atención de mis hijos e insistir en que limpien su habitación ahora mismo.
O puedo mirarlos fijamente a los ojos y decirles que son el deleite de mi corazón. Ambas interacciones tienen su lugar, pero son muy diferentes. Los mandamientos nos encaminan en la buena dirección, pero las bendiciones nos dicen quiénes somos.
A veces, sin embargo, nos perdemos los momentos cuando Dios pronuncia la bendición, ya que esperamos escuchar lo que tenemos que hacer para ganarnos su favor o ser considerados aceptables. Es por eso que el Sermón del Monte debe haberle parecido radical a la multitud que estaba en la ladera del monte.
En contraste con la creencia común de este tiempo, el Señor Jesús señaló que las bendiciones del reino no están limitadas a los ricos y a los religiosos, sino que son también para los marginados y los enfermos; el único requisito era la fe. Él escogió la palabra “bienaventurados” para los pobres, los afligidos y los pacificadores —probablemente los más propensos a ser maltratados en este mundo. También pronunció otra bendición sobre sus seguidores: “Ustedes son la sal de la tierra” (Mt 5.13).
Notemos que Jesús les dice que son la sal de la tierra. No dice que van a ser la sal. No les pide que adopten las características de la sal. En vez de eso, mira a estas humildes personas y les dice: Vosotros sois la sal de la tierra. ¿Puede usted imaginar el asombro que debió haber invadido sus mentes? La esperanza y el gozo debieron haberse apoderado de la multitud.
Nuestra presencia ordinaria
Hace varios meses, mi hijo Wyatt estaba hablando conmigo en la cocina, e hizo una observación chistosa. Mi risa fue inmediata. Él se sonrió, pero cuanto más me reía yo, mayor se volvió su sonrisa. Cuando finalmente me calmé, Wyatt seguía sonriendo de oreja a oreja. Algo hermoso había sucedido entre nosotros. Wyatt sintió mi complacencia en él. Mi risa le dijo que había algo profundamente especial en él, así como la bendición de Jesús a aquellos que estaban en la ladera del monte les comunicó el inmenso bien que Dios había puesto en ellos.
La sal tenía numerosos usos en el primer siglo. Daba sabor, servía para preservar, y funcionaba como un agente purificador. Hoy en día, este artículo básico de la despensa sigue produciéndose de manera natural. Y aunque los condimentos pueden clasificarse de muchas maneras diferentes, todos estamos de acuerdo en que la sal mejora casi todo lo que toca.
Siento especial admiración por las personas sencillas que viven de una manera tranquila, discreta y sin prisa, tratando de dedicarse a los asuntos del Señor Jesús. Por las personas trabajadoras que atienden a sus hijos; aman a sus prójimos y se involucran en cuestiones que reflejan la justicia y la paz de Dios en el mundo. Por los estudiantes responsables que se preparan en el nombre de Jesús.
Por las madres solteras que conservan un empleo y que mantienen unida la familia para que sus hijos conozcan el poder del amor abnegado. Por los vecinos que sacan tiempo para visitar a la viuda que vive en su misma calle. Por los dueños de negocios que ofrecen buenos empleos y contribuyen a crear una sociedad honesta y estable. Por los jardineros y los pintores, los artesanos y las enfermeras, los diseñadores de páginas web y los jubilados —porque cada una de ellas, por muy ordinaria que parezca— es la sal de la tierra.
Nuestra presencia ordinaria
Debido a nuestra fascinación con lo extravagante se nos olvida a menudo que la presencia ordinaria del creyente puede tener un gran impacto. Estoy consciente de que a nuestra generación le gusta planificar con la intención de alcanzar resultados.
Sin embargo, la mayoría de nosotros no necesitamos hacer mucho para lograrlo; por el contrario, lo que tenemos que hacer es reconocer el regalo de nuestra presencia (y el regalo de disfrutar de la presencia de otros). No es diligencia lo que necesitamos, sino estímulo para escuchar y prestar atención, para hacer nuestro trabajo y ofrecer nuestra amistad.
Debemos vivir atentos para compartir las alegrías y las tristezas de las personas que nos rodean. En otras palabras, nuestro frenético esfuerzo por ser sal puede impedirnos vivir, en realidad, como la sal que somos. El estrés y la tensión pueden impedir que demos a los demás lo que verdaderamente somos.
No debemos perder de vista el hecho de que Jesús dirigió sus palabras, en el Sermón del monte, a una comunidad, no a un individuo en particular. Por eso dice: “Vosotros sois la sal de la tierra”. Esto significa que la presión por abarcar a todo el mundo no descansa en ninguno de nosotros. Por el contrario, cada uno de nosotros debe simplemente hacer su parte.
Estamos llamados a vivir bien en nuestro pequeño pedazo del mundo, practicando la presencia ordinaria en la tierra que Dios nos ha dado para cuidar, y habitar entre las personas que Dios nos ha dado para que amemos.
El cuerpo de Cristo es vasto y expansivo; existe más allá de la historia y la geografía. La comunidad de creyentes es fuerte y está envestida por el Espíritu Santo, a la altura de la vocación que Dios nos ha dado. El trabajo de cada uno de nosotros es importante, aunque no perfecto. Por lo tanto, esfuércese por ser la persona que Dios quiso que fuese al crearle —ni más ni menos.
Nuestra presencia ordinaria
Cuando vivimos conforme a la bendición que Dios ha pronunciado sobre nosotros, actuamos en armonía con nuestro yo más genuino. Sin embargo, algunos vivimos bajo una carga pesada, creyendo que debemos luchar y desviarnos constantemente de nuestros anhelos más profundos para convertirnos, de alguna manera, en lo que el Señor espera que seamos. La realidad es todo lo contrario; Dios nos ha hecho a su imagen e infundido su vida misma. Por tanto, no es de extrañar que seamos sal para el mundo.
El Señor no nos pidió que seamos sal. Ese asunto ya está decidido. Sin embargo, si nos puso sobre aviso en cuanto a una trágica posibilidad —que la sal de Dios puede “desvanecerse” (Mt 5.13). Tenemos la opción de rechazar la verdad de nuestra existencia, y nuestra bendición. Podemos rehusar el regalo que Dios quiere dar por medio de nosotros. Hacer eso, sin embargo, no significa que no somos sal. Significa que nos hemos vuelto egoístas y mezquinos porque nos negamos a compartir nuestra presencia ordinaria con los demás.
Así que, en vez de rechazarla, reciba la bendición de Jesús pronunciada sobre usted: Usted es la sal de la tierra. Su simple presencia en el mundo es un regalo para todos nosotros. Tenga confianza. Abra su corazón. Dese a los demás. Permita que lo que usted tiene en su vida, que nadie más posee, dé sabor a todos con gracia.