En la ciudad de Susa estaba la capital veraniega de Persia bajo el reinado de la familia del rey Asuero. La Biblia nos da una toma detallada de los jardines que rodeaban al palacio.
Este banquete tuvo lugar en el jardín interior de su palacio, el cual lucía cortinas blancas y azules, sostenidas por cordones de lino blanco y tela púrpura, los cuales pasaban por anillos de plata sujetos a columnas de mármol.
También había sofás de oro y plata sobre un piso de mosaico de pórfido, mármol, madreperla y otras piedras preciosas.
Si esto no es más que la simple descripción del «patio» del rey, ¿te imaginas lo que serían la sala del trono y el palacio?
Hoy en día, demasiados cristianos se enamoran de las exquisitas galas y los beneficios terrenales del reino de Dios, en lugar de enamorarse de su Rey.
Ya sea que echemos una mirada al palacio del rey Asuero de la antigua Persia o a los que asisten a las reuniones de las iglesias en la cultura contemporánea, muchos tenemos la tendencia a quedarnos tan embelesados con la fastuosidad de la mansión que obviamos al hombre que se encuentra detrás de ella.
Pasamos por alto el rostro que está detrás del lugar.
En la sociedad, algunas personas se sienten atraídas hacia el poder y el prestigio del “trono”. Gastan sus energías para recibir toda dádiva posible de quien tiene el poder.
A menudo la situación en la iglesia no es mucho mejor. ¿Cuántas veces nos balanceamos hacia un lado y hacia el otro mientras tratamos a Dios como a un Padre amoroso en un momento (lo cual es bueno) y como la Suprema Máquina Tragamonedas el resto del tiempo (lo cual no es bueno)?
“Vamos a orar” como si echáramos monedas en la Suprema Máquina Tragamonedas, esperando que Él nos lance ganancias, y al mismo tiempo, sentimos envidia del resto de los apostadores espirituales y de sus “dones”.
No tenemos necesidad de hacerlo ni razón para justificar las acciones y la moral del histórico rey Asuero. No era cristiano, no era judío y ni siquiera era “bueno”, por más que tratemos de llevar al límite nuestra imaginación. Era un gobernante cruel y poderoso en una época brutal y violenta.
Sin embargo, este rey persa representaba en algunos aspectos la riqueza eterna del Rey de reyes (en forma simbólica).
El rey Asuero debe haber visto pasar frente a la sala de su trono a toda clase de diplomáticos caprichosos, de políticos quejumbrosos y de príncipes serviles.
Debemos suponer que dejaban montañas de regalos interesados en el tesoro de Susa.
El rey Salomón debe haber luchado con el mismo problema a lo largo de su reinado. Comenzó muy bien, pero los dones que Dios le dio lo elevaron tanto a los ojos de los demás que se elevó ante sus propios ojos.
Mucho antes de que Asuero formara su harén, Salomón comenzó a concentrarse menos en Dios y más en sus propios deseos y lujurias. Al final, parece que Dios se hizo a un lado del cuadro y le permitió a Salomón seguir adelante con el despliegue de su propia sabiduría.
El centro de atención de la nación se apartó de la gloria del que estaba en el templo y se centró en la gloria del hombre dotado que se encontraba en el trono terrenal.
Una vez que se vio a Salomón como la fuente primaria de riqueza y ascenso, el favor del rey comenzó a tener más peso que el favor de Dios. Sin darse cuenta, Salomón se convirtió en el dios y el ídolo de la nación.
¿Cómo atraes a un hombre con mil esposas?
Con todo el peso del renombre sobre sus hombros, un rey Salomón disfrazado se enamora de una pastora de ovejas sin nombre, llamada “la sulamita”.
¿Por qué un gobernante famoso con mil esposas se sintió tan atraído hacia una simple plebeya? Por las mismas razones que el rey Asuero cayó ante Ester.
Los dos líderes tenían a las mujeres más hermosas del mundo conocido. Tal vez quedaron fascinados al ver que unas hermosas y jóvenes doncellas se enamoraran de ellos en lugar de enamorarse de su majestuoso poder y su autoridad como grandes reyes.
Podemos decir de El sin temor, que anhela con fervor tener más seguidores que, como Ester, se enamoren del Rey en lugar de enamorarse de sus bendiciones. Sé que el corazón de Dios desea a los que aman al dador más que al regalo.
Fue Jesús el que nos dijo que su Padre busca sin cesar ciertas personas en la tierra. No digo que Dios haga acepción de personas, pero sí parece que tiene deseos, en el sentido de que “desea” que lo adoremos en espíritu y en verdad: “Ese es el tipo de adoración que el Padre quiere de nosotros”.