Después del gozoso cántico de la victoria viene la amarga experiencia de Mará. La fe será probada; debe serlo. Dios no quiera que las amarguras de la vida solo agiten dentro de nosotros el murmurador corazón de incredulidad. En tanto que la columna de la nube de su presencia esté con nosotros cada amarga copa puede ser dulcificada.
Hay poder en el «Árbol de la Vida», la Cruz de Cristo, para transformar y transfigurar todas las Marás en nuestra vida diaria.
Pero aquí tenemos una necesidad muy grande y muy real. «No pudieron beber las aguas... porque eran amargas» (v. 23). El pueblo murmuró, diciendo: «¿Qué hemos de beber?». ¿Dónde encontraremos satisfacción? ¿Quién nos mostrará lo bueno? Aquí tenemos el lenguaje de almas necesitadas y frustradas. Su nombre es legión. Moisés no se une a los murmuradores, sino que «clama al Señor». Feliz y victoriosa alma, que ha aprendido a orar en lugar de a murmurar. Véase ahora cómo se provee el remedio, cómo Dios en su sabiduría y misericordia y poder provee a todas sus necesidades. ¿No tenemos aquí un tipo del Evangelio de la Cruz? Era
I. Un árbol. «Jehová le mostró un árbol» (v. 25). Había un árbol en el huerto de Edén, pero defendido por una espada de fuego. El fruto de este árbol de vida no podía ser arrancado por el hombre. Hay otro árbol que fue primero cargado sobre Cristo, y luego Cristo fue crucificado en Él. Él «llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 P. 2: 24). El fruto de este árbol de vida está ahora al alcance de todos.
II. Un árbol señalado por el Señor. «Jehová le mostró un árbol» (v. 25). Nadie podría haber encontrado este árbol si el Señor no lo hubiera revelado. Jesucristo es el don y revelación de Dios. «El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer» (Jn. 1:18). «A quien Dios puso como propiciación» por nuestros pecados (Ro. 3:25). El Padre lo señaló en el Jordán, cuando dijo: «Este es mi Hijo, el amado». «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y ninguno conoce perfectamente al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo resuelva revelarlo» (Mt. 11:27).
III. Un árbol revelado en respuesta a la oración. «Y Moisés clamó a Jehová, y Jehová le mostró un árbol» (v. 25). El Señor Jesucristo ha sido revelado por Dios en respuesta al profundo clamor de la necesidad humana (Gn. 21:19). Fue cuando Abraham tenía el cuchillo levantado sobre el amado Isaac que Dios le mostró un carnero trabado en un zarzal (Gn. 22:13). Es a los pecadores convictos y azotados por el pecado que se revela Cristo el Salvador. «¿Qué debo hacer para ser salvo?». Él me mostró a Jesús.
IV. Un árbol que estaba a mano. En base de la construcción de las palabras inferimos que estaba creciendo o yaciendo por allí cerca. Los remedios de Dios están siempre a mano. El árbol de la vida no está lejano: «Cerca de ti está la palabra, en tu boca» (Ro. 10:8). Pero es triste constatar que con frecuencia hay uno entre vosotros a quien vosotros no conocéis. Pensamos en María diciéndole: «Dime dónde lo has puesto», no sabiendo que era Él. Y en el ciego de nacimiento a quien Jesús le dijo: «El que está hablando contigo, Él es».
V. Un árbol aceptado y aplicado. Moisés tomó el árbol, y «lo echó en las aguas» (v. 25). El remedio divinamente señalado debe ser puesto en contacto con las sucias y amargas aguas de la vida. El hombre no necesita proveer la curación, tan solo tiene que tomarla y aplicarla. La pobre mujer enferma lo tocó y fue sanada. El poder sanador no está en nuestra fe, sino en el Cristo en quien confiamos. «Pero a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (Jn. 1:12).
VI. Un árbol que dulcificó lo amargo. «Y las aguas se endulzaron» (v. 25). Aquella insana masa de agua fue cambiada. Las aguas que no podían hacer bien alguno fueron de inmediato hechas útiles. Deja que Cristo entre, y el amargo estanque del corazón será dulcificado y sus aguas alegrarán las almas de otros. El poder de la Cruz de Cristo transforma todas las pruebas en bendiciones. Es un árbol que no se corromperá. Cuando los pastores acudieron y vieron al Recién Nacido en el pesebre, «regresaron, glorificando y alabando a Dios» (Lc. 2:20). Volvieron a su trabajo con vidas dulcificadas con el poder del glorioso Evangelio.

