La Oración Eficaz. Bosquejos Biblicos para Predicar Lucas 18:1-14
I. La oración es un gran privilegio. ¡Cuán negros serían los cielos si no hubiera ninguna apertura para el clamor de la necesidad humana! ¡Cuán desesperanzadas nuestras vidas, en el día de la angustia, si no tuviéramos acceso al oído de Dios! Incluso este mundo caído en pecado puede venir a ser para nosotros el salón de audiencias del Rey de reyes; tu cámara puede quedar adornada con la gloria de Dios. Presenta tus peticiones a Él.
II. La oración es una necesidad. «Hay necesidad de orar siempre, y no desmayar» (v. 1). «Es imposible creer en Dios y no sentir la necesidad de orar.» Es «el aliento vital» del cristiano. Es una necesidad absoluta para la vida y salud espirituales. Deberíamos orar siempre, porque siempre dependemos de Aquel en quien vivimos y nos movemos. Si nos deleitáramos más en la oración, tendríamos menos inclinación a la murmuración; si amáramos más la presencia del Señor, no nos pelearíamos tanto con nuestros prójimos.
III. La oración debe ser apremiante. «Porque esta viuda me es molesta, le haré justicia». La insistencia continua con la que «venía a él», y que prevaleció sobre la indiferencia de este «juez injusto», es empleada por nuestro amante Señor como argumento en favor de la oración persistente. Si nuestro deseo es por cosas necesarias, o para la gloria de Dios, no tengamos temor de «molestar al Maestro» acerca de ellas. Su silencio puede ser por un tiempo sólo una prueba de vuestra fe. Si podéis satisfaceros sin esta respuesta concreta a vuestra oración, lo más probable es que no recibáis respuesta. Sed importunos, y seguro que recibiréis todo lo que necesitéis (11:8).
IV. La oración debe estar vacía de confianza en uno mismo. La parábola de los dos hombres que subieron al Templo a orar fue dicha de aquellos «que confiaban en sí mismos». La oración es una solemne burla en labios de los que pretenden justicia propia. Es bien cierto que él no era «como los demás hombres», porque no era ni santo a la vista de Dios, ni pecador a sus propios ojos.
El hombre que quiera ser justificado por sus obras tiene de que gloriarse él, pero no para con Dios. El hecho es que el espíritu de la soberbia y de la autosuficiencia está en enemistad con el espíritu de la oración. Este fariseo rezó sus oraciones, pero no oró. El espíritu de oración es uno de los más humildes espíritus bajo el sol. En comparación con otros espíritus en la tierra, es un lirio entre cardos.
V. La oración debe ser honrada. El publicano se golpeaba el pecho, diciendo: «Dios, sé propicio a mí, pecador» (v. 13). Del corazón mana la vida. El fariseo se compara a sí mismo con los otros, y se justifica a sí mismo. El publicano se compara con Dios, y hace confesión de su pecado. Ninguna oración puede ser perfectamente honrada delante de Dios si no expresa la verdadera y consciente condición del corazón. El Señor tiene un oído abierto para nuestro clamor, pero tiene un ojo atento a nuestro corazón. Son oraciones gratas a Dios las que golpean a nuestro propio pecho; pero hay otras que golpean el pecho de Dios.
VI. La oración recibirá respuesta. «Os digo que pronto les hará» (v. 8). «Os digo que este descendió a su casa justificado» (v. 14). La verdadera oración nunca volverá de vacío. La oración de la pobre viuda carente de amigos, pero importuna, y la oración del publicano, honradamente consciente de su pecado, fueron oraciones eficaces, mientras que la del pretencioso fariseo solamente insultó a Dios y ministraba a su propia soberbia y autoengaño.
Nuestra propia justicia jamás nos salvará, tampoco nos salvarán nuestras oraciones, ni tampoco unas joyas falsas podrían salvar a un hombre que se está ahogando. El camino para ascender en la estimación de Dios es descender en la nuestra propia. «El que se humilla será enaltecido» (v. 14), y el que así queda enaltecido puede pedir lo que quiera, y le será concedido.