Semana tras semana vienen a mí personas turbadas, con deseos frustrados y preguntas justificadas: “¿Qué está mal en mí? ¿Por qué me siento tan distante de Dios? ¿Qué debo hacer para estar más cerca de Él?”.
Después de haber hecho todo lo que saben o que se consideran capaces de hacer, esas personas están cansadas, desanimadas y desamparadas en su relación con Dios. A pesar de que han hecho todo lo posible por seguir a Cristo, lo han perdido de vista o suponen que no puede ser encontrado.
Un ejecutivo con muchísimas obligaciones y agotado, pregunta: “¿Cómo puedo escapar de esta sensación permanente de entumecimiento espiritual?”. Un estudiante triste dice: “¿Qué puedo hacer para saber que Dios está conmigo?”. Una mujer que trata de rehabilitarse de la adicción al alcohol y que lee la Biblia todos los días, se pregunta: “¿Por qué la lectura de las Sagradas Escrituras no me ayuda a mantenerme fuerte cuando estoy desesperada por un trago?”.
Por sentirse hecho pedazos por las exigencias de su vida demasiada ocupada, un pastor espiritualmente desmoralizado implora sentirse más cerca de Dios. Una madre soltera, afligida por la trágica muerte de su hijo pregunta: “¿Me ha abandonado Dios por algo que hice o dejé de hacer?”.
La cruda sinceridad de sus preguntas revela algo que el ejecutivo, el estudiante, la adicta, el pastor y la madre tienen en común. En medio de sus preocupadas y afligidas vidas, anhelan desesperadamente experimentar la realidad de que pertenecen a Dios. Este deseo carcome sus almas mientras continúan buscando lo que tienen que hacer para que eso suceda.
Entiendo la desesperación de esas personas. Después de casi cincuenta años tratando de seguir a Cristo, siento que me falta mucho para ser la persona que pensaba que sería a estas alturas de mi vida. Cuando era más joven, daba por sentado que mis fallas e incoherencias se debían a mi juventud. Creía que cuando tuviera más edad, habría aprendido lo que necesitaba saber, que dominaría el arte de la vida cristiana.
Ahora tengo más edad, mucha más edad, y ese secreto sigue siendo un secreto para mí.
Sin embargo, no me siento avergonzado ni tampoco temeroso de reconocer que no he sido terminado, que estoy incompleto y que soy imperfecto —que soy una obra en construcción. Tampoco a Dios le sorprende o le decepciona mi falta de desarrollo. El trabajo de Dios en mi vida nunca estará terminado hasta que me encuentre con Jesús cara a cara. Desear seguir a Cristo no tiene que ver con estar ya terminado y ser perfecto; tiene que ver con dar lo mejor de mí mismo, y confiar en que Dios terminará lo que comenzó.
Además, considero que mi anhelo de agradar a Dios (no importa qué tan grande o tan pequeño sea ese anhelo) efectivamente le complace. A pesar de mis tambaleantes, torpes, incoherentes y erráticos esfuerzos por seguir al Salvador, cualquier cantidad de deseo es una prueba irrefutable de que Dios está obrando en mi vida. Yo nunca tendría el anhelo de seguir a Jesús si primero el Espíritu Santo no persiste en que lo haga.
El Señor Jesús responde a nuestro deseo; Él nunca trata de restringir o ignorar su expresión. Él atendía a las personas que lo interrumpían, que le gritaban, que lo tocaban, que proferían obscenidades contra Él, que lo molestaban, y que hacían huecos en los techos para llevar a un amigo ante Él. Jesús se interesa profundamente por nuestros deseos. Basta con mirar la bondad y la preocupación que Él demuestra, una y otra vez, en los evangelios, al recibir gustosamente a las personas que querían algo más. Esto no quiere decir que el Señor es una especie de máquina expendedora cósmica. Sin embargo, sí responde a las personas desesperadas, permitiendo que sus deseos lo involucren en el sentimiento de necesidad que ellas tienen. Las súplicas al Señor de cualquier clase lo involucran a Él a un nivel espiritual. No importa que sean ansiedades y anhelos equivocados, egoístas y destructivos, Jesús los ve como puertas abiertas para una conexión personal.
¿Quién es un discípulo?
Un discípulo es alguien que entiende y hace cosas determinadas. Pero de manera mucho más fundamental y profunda, un discípulo es alguien que ama a Alguien específico —a ese Alguien que quiere tener más que una relación cercana con nosotros. El apasionado, irrefrenable y consumidor amor de Dios nos arrastra deliberadamente a una fusión simbiótica, a una unidad tan sustancial con Él, que después que despertamos a ellas nos damos cuenta de que “ya no vivo yo, mas Cristo vive en mí” (Gá 2.20).
Seguir a Jesús es la oportunidad más grandiosa y el mayor desafío dado a la humanidad. A pesar de la dificultad innegable o de la complejidad que eso entraña, el deseo de nuestro corazón de vivir de verdad —la vida que Dios ha previsto— nunca estará satisfecho hasta que el deseo prevalezca sobre todas las preguntas, las inseguridades y las grandes preocupaciones que acompañan a la decisión de ser un discípulo del Señor.
Quizás esta arriesgada revelación personal ayudará a aclarar lo que quiero decir: Cuando mi esposa y yo nos casamos, yo tenía sinceramente un montón de pregunta sin respuesta: ¿Podemos costear el estar casados? ¿Somos lo suficientemente maduros? ¿Vamos a lamentar la decisión? Pero mi deseo de experimentar toda una vida junto a ella venció todas mis preocupaciones. Seguir a Jesús para tener toda una vida junto a Él es así, pero a una escala mucho más grande y eterna. Nuestro destino, nuestra seguridad, nuestra supervivencia o nuestra condición futura, no son lo principal. El enfoque, la meta y la recompensa se encuentran no solamente en seguir, sino en seguir a Jesús. Por tanto, la esencia de lo que significa ser un discípulo, es el punto de partida —simplemente vivir en la realidad de nuestra unidad con Dios.
Después de tres años de hacer vida común con Jesús, sus discípulos debieron haber encontrado que su partida significaba para ellos un ajuste inmenso; eso los obligaba a aprender nuevas maneras de buscar la compañía de Él, y de permitirle vivir en todas las dimensiones de sus vidas. Ellos deseaban la transformación continua de su esencia espiritual —el lugar de los pensamientos, los sentimientos, la voluntad y el carácter. Para los cristianos ha habido, desde entonces, un enlace vital entre el deseo de vivir de verdad, manteniendo la compañía de Jesús quien vive en ellos, y su fidelidad a las disciplinas espirituales.
¿Qué es una disciplina espiritual?
El día en que usted y yo aceptamos la invitación de Jesús de seguirle, nuestro corazón se convirtió en su hogar. En ese momento, de maneras que están más allá de nuestra capacidad de entenderlo, nos convertimos en personas nuevas interiormente. Desde entonces no volvimos a ser los mismos. Gracias a que esto es cierto, ser un discípulo tiene que ver menos con “intentarlo”, y más con “ejercerlo” al afincarnos en la realidad de que Dios vive en nosotros. Por consiguiente, practicar disciplinas espirituales, no consiste en esforzarnos por lograr algo que no tenemos, sino más bien en disfrutar de lo que ya nos ha sido dado.
Si esto es cierto, entonces nuestra motivación, nuestro enfoque, y la práctica de las disciplinas espirituales cambian dramáticamente. En vez de luchar por acercarnos más a Dios, o por ganarnos su aprobación y su amistad, somos libres para disfrutar todo eso. Esto nos ayuda a entender que nuestras prácticas espirituales —nuestros hábitos y nuestras rutinas relacionadas con la oración, el estudio de la Biblia, el servicio y el sentimiento de comunidad que incorporamos a nuestra vida— son como puntos en un mapa que conducen a un tesoro de valor incalculable. Pero es esencial comprender que estas cosas no son el tesoro propiamente dicho.
Debemos consagrarnos a nuestras disciplinas espirituales. Sin embargo, nos equivocamos y ponemos en peligro nuestras almas si pensamos que las disciplinas espirituales son un fin en sí mismas. Las prácticas espirituales tienen el propósito de crear un espacio en nuestra vida para poder abrirnos a Dios. Nunca son lo más importante del discipulado. Básicamente, seguir a Cristo consiste en cultivar una amorosa relación de confianza y obediencia con el Dios que está al mismo tiempo dentro de nosotros y más allá de nuestros mejores esfuerzos.
A pesar de lo importante que son las disciplinas espirituales, ellas jamás deben llegar a ser un sustituto de nuestra obediencia a Jesús y de nuestra vida de unidad con Dios. Sin embargo, somos susceptibles a cometer este error, porque la búsqueda de una manera de tener el control de nuestro propio bienestar —que es algo que nos absorbe— es la energía natural del alma de toda persona. Y cada vez que cedemos a ese deseo, nuestras prácticas espirituales pierden algo de su poder.
Por eso, la práctica de diversas disciplinas espirituales es como “trabajar en nuestro bronceado”. Hay “trabajo” que tenemos que hacer, pero ese “trabajo” tiene que ver principalmente con posicionarnos de manera que Dios pueda hacer lo que Él hace normalmente —transformarnos a la imagen de su Hijo. Es por esto que algunos hablan de las disciplinas como “el camino de la gracia disciplinada”. La oración, la lectura de la Biblia, el tiempo a solas, el silencio, son bendiciones que nos han sido dadas generosamente. Pero son disciplinas pues hay algo que nosotros tenemos que hacer. Y ese algo tiene que ver más con el posicionamiento que con el esfuerzo; más con la conformidad al estilo de vida de Jesús que con nuestros jadeos y resoplidos por llegar a ser más como Él.
La vida diseñada por Dios de manera singular para cada uno de nosotros, y que anhela nuestro corazón, no puede ser alcanzada por nuestros propios esfuerzos, no importa qué tan disciplinados podamos ser. En vez de eso, se logra por medio de unas pocas preposiciones gramaticales: “con”, “en” y “por” –lo que Eugene Peterson llama “participación preposicional”. Estas preposiciones nos unen a Dios y a su acción. Son esencialmente las maneras y los medios de estar y participar en lo que Dios está haciendo.
Es esencial para nuestra experiencia y fundamental para nuestra comprensión, que confiemos en Dios y nos mantengamos con la seguridad de que no estamos solos ni lo estaremos jamás. Podemos confiar en que Dios está siempre con nosotros: “He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mateo 1.23). Además, Jesús mora en nosotros: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá 2.20). Por último, podemos confiar en que Dios es por nosotros: “¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Ro 8.31).Con, en y por. Estas son las palabras fidedignas conectadoras, capacitadoras y creadoras de unidad, que nos ponen en el camino que Dios ha dispuesto que sigamos.
Aunque pasé años admirando y quitándome el sombrero frente a la idea de que Dios “obra en vosotros” (Fil 2.13 LBLA), mi vida se había consumido totalmente por mis intentos de vencer mis debilidades, de deshacerme de mis complejos, y acercarme a Dios por mi pura determinación. Estaba inconsciente de la realidad de que mis desesperados jadeos y resoplidos por agradar a Dios, luchando para ganar su favor, y agitándome tratando de corregirme a mí mismo eran, de hecho, un enorme insulto a Él.
Uno de los descubrimientos más grandes de mi vida es la misteriosa y liberadora realidad de mi unidad con Dios, quien me ama incondicionalmente tal como soy. Estoy muy lejos de ser perfecto, pero me siento deslumbrado por la disminución de mis inquietos esfuerzos por ganar la aprobación de Dios y crecer en intimidad con Él. Por eso, mi vida está siendo renovada por completo, de una manera radical, por Aquel que vive en mí.