A nuestro alrededor habían avisos en varios idiomas, ninguno de los cuales entendíamos. Los demás pasajeros charlaban en voz baja, y sus extrañas palabras eran un enredo terrible para nuestros oídos.
Luego se nos acercaron dos hombres que irrumpieron en sonrisas. “Es tan bueno escuchar nuestro mismo idioma”, exclamaron. “¿De dónde son ustedes?” Los hombres se quedaron con nuestro grupo mientras esperábamos para embarcar. Nos hablaron de sus vidas, de sus familias y de sus actividades, y nosotros les comentamos acerca de nuestro trabajo y planes misioneros.
Nuestra lengua común fue una cálida bienvenida a estos solitarios viajeros. Después de todo, ser escuchado y comprendido es un deseo común a todos los pueblos del mundo. Un idioma común crea una conexión inmediata. Un idioma desconocido crea una barrera invisible, separando el “nosotros” de “ellos”. También los discípulos de Jesús enfrentaron este obstáculo, hasta que Dios decidió intervenir un día, hace mucho tiempo, en la ciudad de Jerusalén.
Las calles estaban llenas de actividad y ruido. Judíos provenientes de muchas naciones se habían reunido para celebrar el Pentecostés, una de las principales fiestas de la “peregrinación” que requería que los judíos viajaran a Jerusalén cada año. Los visitantes inundaban la ciudad, y cada uno hablaba un idioma diferente, pero todos tenían el mismo propósito: celebrar una fiesta ordenada por el Señor.
EL CONTEXTO
Los judíos iban a Jerusalén cada año para celebrar tres fiestas: la Pascua, el Pentecostés y los Tabernáculos. La celebración del Pentecostés fue ordenada por Dios con el propósito de darle gracias y alabarlo por la cosecha.
Se hacía cincuenta días después de Pascua, y se conocía originalmente como la fiesta de las semanas. Pero en el Nuevo Testamento, la celebración es llamada Pentecostés, de la palabra griega que significa “quincuagésimo”. En el tiempo que pasó Jesús en la tierra, Él también viajaba a Jerusalén para el Pentecostés.
La fiesta de Pentecostés estaba hecha para ser un tiempo de gozo, pero seguramente había también rumores y dudas mientras las multitudes se movían por las calles. Jesús de Nazaret había sido condenado a muerte recientemente, y algunos decían que había resucitado.
Pero ¿podría ser verdad la noticia? Si lo era, ¿qué significaba esto para los judíos de todas partes del mundo? Pero, antes de que pudiera haber una respuesta, tenía que entenderse.
Los visitantes no tenían una forma común de comunicación, excepto con gestos. ¿Quién podría comunicar la verdad del Cristo resucitado? Incluso los discípulos hablaban un dialecto galileo diferente. Esta barrera del lenguaje le impedía a los visitantes entender a los doce apóstoles y escuchar las Buenas Nuevas. ¿Cómo era posible que el lenguaje, esa hermosa y útil herramienta, se hubiera convertido en un embrollo tan difícil?
Para encontrar la respuesta, tenemos que retroceder en el tiempo a la antigua ciudad de Sinar. Ésta era una ciudad de Babilonia ubicada cerca de los Irak e Irán actuales. Conocida por su preciosa alfarería del barro, Sinar se jactaba de tener muchos trabajadores calificados que se destacaban en la creación de los impresionantes zigurats.
EL CONTEXTO
Un zigurat era una torre construida en forma de pirámide de varios niveles, con una escalera en la parte exterior. Cada ladrillo era hecho a mano, y la estructura se construía con niveles superpuestos totalmente compactos. La estructura estaba destinada a ser el punto más alto de la ciudad.
La gente de Sinar tenía ambición, habilidades, y por desgracia, una perversa dosis de orgullo. El historiador Josefo nos dice que el gobernante babilonio Nimrod los estimuló a este pecado: “Dijo que iba a vengarse de Dios, si tenía en mente ahogar otra vez al mundo; ¡por eso construiría una torre muy alta a la que las aguas no podrían llegar!” Nimrod quería que el pueblo construyera algo para evitar el juicio de Dios.
En Génesis 11.6, 7, el Señor considera el proyecto que estaba en marcha. “Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos éstos tienen un solo lenguaje; y han comenzado la obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero”.
En un golpe maestro para disciplinarlos, el Señor les quitó la capacidad que tenían de comunicarse entre sí. Al igual que el toque suave deliberado a un castillo de naipes, la comunidad colapsó. La gente se dispersó por todo el mundo, llevando sus numerosos idiomas con ellos.
PARA PROFUNDIZAR
En el libro de Proverbios, el rey Salomón asocia a muchos de los desastres de la vida con el pecado del orgullo. Véanse Proverbios 11.2; 13.10; y 16.18.
Miles de años después, en un aposento alto de la ciudad de Jerusalén, los discípulos estaban reunidos justo antes de la fiesta de Pentecostés. Con ellos estaban la madre de Jesús, muchas otras mujeres, y unos cuantos seguidores de Cristo. Los discípulos habían visto a su Maestro golpeado y colgado para morir, traicionado por sus amigos y ridiculizado por sus enemigos. Habían visto al Cristo resucitado, y vieron cuando Él ascendió al cielo. Pero ahora enfrentaban un nuevo reto: el período de espera.
Antes de ascender, Jesús “les mandó… que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí; porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (Hch 1.4, 5).
Los discípulos decidieron esperar juntos y orar. Y luego, cuando llegó el día de Pentecostés, “vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hch 2.1-4).
EL CONTEXTO
El fuego es utilizado a menudo en la Biblia como un símbolo del Señor:
El Señor guió al pueblo con una columna de fuego durante la noche (Éx 13.21)
El Señor se describió a sí mismo como un fuego consumidor (He 12.29)
Sus palabras son como fuego (Jer 23.29)
Jesús se revelará un día con sus ángeles en llama de fuego (2 T 1.7, 8)
Los discípulos estaban hablando de repente en idiomas extranjeros, y pronto los visitantes de la ciudad oyeron su propia lengua hablada claramente. El mismo Dios que había confundido la lengua de los orgullosos babilonios, utilizó ahora el lenguaje para atraer a sus hijos a sí mismo y proclamar al Cristo resucitado. Después de que Pedro se puso de pie para dirigirse a la multitud, alrededor de tres mil personas aceptaron el mensaje del evangelio.
Este milagro del Pentecostés fue un recordatorio de que Dios había eliminado todas las barreras para acceder a su gracia. La oferta de salvación fue voceada en medio del caos y de las calles llenas de gente: el regalo del perdón de Dios había sido extendido a cada corazón.
Las lecciones del Pentecostés siguen hablándonos a nosotros hoy. En primer lugar, recordemos que los discípulos esperaron juntos. El aislamiento puede traer tentaciones y hacernos dudar de lo que sabemos que es verdad (Ec 4.12). Cuando tenemos que esperar en Dios, es sabio rodearnos de creyentes con la misma actitud.
En segundo lugar, recordemos que los discípulos perseveraron en oración. El esperar despierta muchas emociones, pero por medio de la oración con acción de gracias, tenemos la seguridad de que “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil 4.6, 7). Esperar juntos y orar juntos ayudó a preparar el terreno para el milagro del Pentecostés.
APLICACIÓN
En vez de centrar nuestras oraciones exclusivamente en las circunstancias, pidámosle a Dios que nos proporcione la compañía de hermanos que fortalezcan nuestra fe.
Hace mucho tiempo, el orgullo derribó una torre, y la confusión creó una barrera. Pero, cuando un pueblo fiel se reunió para adorar al Señor, Él utilizó el obstáculo de sus diversas lenguas para abrir los corazones a su mensaje.
Para usted, hoy, el mensaje es el mismo: no importa qué tan bajo haya caído o qué tan alto haya subido, Dios le está llamando, y Él habla su idioma.