Un Período de Tiempo. Por Charles Stanley
Al pensar en dedicarnos a meditar en el Señor el primer requisito es fijar un período de tiempo. La duración del mismo, sean cinco minutos o una hora, lo determinará el objetivo. Si estamos profundamente preocupados por algún asunto, el período será más largo. Si lo único que queremos es recuperar la serenidad, puede tratarse de unos minutos.
El Salmo 62.5 dice: «Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza».
Cuando le decimos a Dios que no tenemos tiempo para ocuparnos de Él, en realidad estamos diciendo que no tenemos tiempo para disfrutar la vida, para gozarnos, para buscar la paz, para obtener dirección, para conseguir la prosperidad, porque Él es la fuente de todas estas cosas. La esencia de la meditación consiste en un período de tiempo apartado para contemplar al Señor, escuchar su voz y dejar que Él sature nuestro espíritu.
Cuando lo hacemos, algo pasa dentro de nosotros que nos proporciona los instrumentos necesarios para llevar a cabo nuestras responsabilidades, ya sea como madre, como oficinista, como secretaria, como mecánico, como carpintero, como abogado. Cualquiera sea nuestra ocupación, el tiempo dedicado a la meditación es el mismo que Dios dedica a equiparnos a fin de prepararnos para la vida.
Es sorprendente lo que Dios puede hacerle al corazón atribulado en un breve período de tiempo cuando la persona entiende el significado de la meditación. Vivimos en un mundo atolondrado que vive a la carrera, y por cierto que su ritmo no va a mermar. De modo que tenemos que hacernos la siguiente pregunta:
Dios está siempre disponible, cualesquiera sean las circunstancias. Estará siempre presente, incluso cuando los padres no lo estén.
¿Cómo voy a mantenerme en esa apresurada carrera y al mismo tiempo oír la voz de Dios? Estoy convencido que el hombre que ha aprendido a meditar en el Señor podrá correr sobre sus propios pies y caminar en su espíritu. Puede ser que su vocación lo arrastre apresuradamente, pero esa no es la cuestión. Lo importante es saber qué velocidad lleva su espíritu. Para bajar ese ritmo se requiere un período de tiempo.
La lección más importante que los padres pueden enseñarles a sus hijos es la importancia práctica de la oración y la meditación. Al hacerlo les proporcionan una brújula para toda la vida. Cuando los niños aprenden en edad temprana a escuchar a Dios y a obedecerle, y cuando aprenden que Él tiene interés en lo que a ellos les interesa, desarrollan un sentido de seguridad que ningún otro don o regalo puede proporcionarles. Dios está siempre disponible, cualesquiera sean las circunstancias. Estará siempre presente, incluso cuando los padres no lo estén.
Mi esposa y yo solíamos orar, mucho antes de que nacieran nuestros hijos, con estas palabras: «Señor, muéstranos cómo enseñarles a nuestros hijos a orar y a escucharte». Mi corazón se regocija cuando los veo y los oigo practicar esa preciosa lección.
El único modo de enseñarles a sus hijos a dedicar tiempo a estar con el Señor es por medio del ejemplo. Tienen que oírlos orar, entrar y encontrarlos orando, oír cuando comentan la forma en que Dios les está hablando a ustedes. Pronto se darán cuenta de que si Dios escucha las oraciones de la madre y el padre, también escuchará las de ellos. No es posible dejarles a los hijos una herencia más grande que la de padres que oran.