No matarás Predica Cristiana de Ezekiel Hopkins
Ezekiel Hopkins (1634-1690)
“No matarás” (Éxodo 20:13).
Este [mandamiento] prohíbe el pecado del asesinato, bárbaro e inhumano, el primogénito del diablo, quien “ha sido homicida desde el principio” (Jn. 8:44). [Prohíbe] el primer crimen estigmatizado como tal y del cual leemos en las Escrituras, por medio del cual la corrupción natural, que es el resultado de la Caída, demostró su rencor y virulencia: el pecado de Caín, ese ejemplo de perdición4, quien asesinó a su hermano Abel “porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas” (1 Jn. 3:12).
El asesinato de otro ser humano es uno de los más aberrantes y negros de los pecados, un pecado que Dios detecta y castiga, generalmente por algún método maravilloso de su Providencia.
El asesinato acosa la conciencia de aquellos que son culpables de éste con temores horribles y terrores que, algunas veces, han hecho que estos confiesen su pecado, aun cuando no existen otras pruebas ni evidencia de su crimen.
Los dos pecadores más grandes sobre los cuales las Escrituras han puesto la marca más negra eran asesinos: Caín y Judas. El primero [fue] el asesino de su hermano; el otro, primero de su Señor y amo y después de sí mismo.
Dios lo odia y lo detesta de manera infinita hasta tal grado que, aunque el altar fuese un refugio para otros tipos de delincuentes, Él no permitió que allí se amparara al asesino.
Éste debía ser arrastrado de ese santuario inviolable para ser ejecutado conforme a la Ley: “Pero si alguno se ensoberbeciere contra su prójimo y lo matare con alevosía, de mi altar lo quitarás para que muera” (Éx. 21:14).
Por consiguiente, leemos que cuando Joab huyó y se asió de los cuernos del altar para que los mensajeros que habían sido enviados para darle muerte no se atreviesen a violar ese lugar santo al derramar su sangre, Salomón dio el mandato de que lo mataran ahí mismo como si la sangre de un homicida intencional fuese una ofrenda muy aceptable para Dios (1 R. 2:28-31).
En efecto, a la primera prohibición de homicidio que encontramos en las Escrituras, Dios le añade una razón muy importante por la cual éste le es tan detestable: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre” (Gn. 9:6).
De manera que Homicidium est Decidium: “Matar a un hombre es lo mismo que darle una puñalada a una efigie de Dios”.
Aunque la imagen de la santidad de Dios y su pureza está completamente deformada en nosotros desde la Caída, aun así, cada hombre viviente, hasta el más malvado e impío, tiene algunos rastros de la imagen de Dios en su mente, en la libertad de su voluntad y en su dominio sobre las criaturas.
Dios quiere que reverenciemos cada parte de su imagen, de tal forma que considera a aquel que asalta a un hombre como aquel que trata de asesinar a Dios mismo.
El homicidio es un pecado que clama a voz en cuello. La sangre habla y clama fuertemente. La primera [sangre] que se derramó se escuchó desde la tierra hasta el cielo: “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Gn. 4:10). Dios ciertamente escuchará su clamor y la vengará.
Pero, no es culpable sólo el que tiene las manos manchadas con la sangre de otros, sino que son culpables de homicidio también los cómplices. Como, por ejemplo:
Aquellos que mandan a los demás a que lo lleven a cabo o que los aconsejan con el mismo propósito. De esta manera, David llegó a ser culpable de asesinar a Urías, quién era inocente, y Dios, al detallar su acusación, lo enfrenta con su pecado: “A él lo mataste con la espada de los hijos de Amón” (2 S. 12:9).
Los que dan su consentimiento para que se lleve a cabo un homicidio son culpables de él. Por esto Pilato, por haber cedido ante las protestas clamorosas de los judíos que gritaban: “¡Crucifícale, crucifícale!” (Lc. 23:21), aunque se lavó las manos y negó el hecho, era tan culpable como los que clavaron a Cristo en la cruz.
El que encubre un homicidio es culpable de éste. Por lo tanto, leemos que en caso de que se encuentre un hombre muerto que haya sido asesinado y no se sepa quién es el culpable, los ancianos de la ciudad debían de reunirse, lavarse las manos y afirmar: “Nuestras manos no han derramado esta sangre, ni nuestros ojos lo han visto” (Dt. 21:6-7), dando a entender que si habían sido testigos y lo ocultaban, entonces se harían culpables de homicidio.
Los que están en una posición de autoridad y no castigan el homicidio, cuando éste se comete y se conoce, son también culpables. Por esta razón, cuando Nabot fue condenado a muerte por el artificio malvado de Jezabel, aunque Acab no conocía nada sobre la trama hasta después de la ejecución, a pesar de esto, porque él no reivindicó la sangre inocente cuando lo supo, el profeta lo acusa a él. “¿No mataste, y también has despojado?” (1 R. 21:19).
La culpa caía sobre él y el castigo que merecía lo alcanzó, aunque no leemos que él fuera culpable de alguna otra manera, aparte de no haber castigado a los que habían cometido el crimen. Y se dice sobre esos jueces que permiten, cualquiera que sea la razón, que se lleve a cabo un homicidio sin que sea castigado, contaminan la tierra con sangre:
“Y no tomaréis precio por la vida del homicida, porque está condenado a muerte; indefectiblemente morirá…Y no contaminaréis la tierra donde estuviereis; porque esta sangre amancillará la tierra, y la tierra no será expiada de la sangre que fue derramada en ella, sino por la sangre del que la derramó” (Nm. 35:31, 33).
Tomado de “A Practical Exposition of the Ten Commandments” (Una exposición práctica de los Diez Mandamientos) que forma parte de The Works of Ezekiel Hopkins (Las obras de Ezekiel Hopkins), Vol. 1, publicado por Soli Deo Gloria, un departamento de Reformation Heritage Books, www.heritagebooks.org.
Ezekiel Hopkins(1634-1690): Ministro y autor anglicano. Nació en Sandford, Crediton, Devonshire, Inglaterra.