Segundo hijo de Adán, de oficio pastor. Era justo (Mt. 23:35) y lleno de fe (He. 11:4). Por envidia le asesinó su hermano Caín. Abel tipifica la «sangre inocente» (Mt. 23:34).
Se han hecho muchas conjeturas acerca del porqué su ofrenda fue aceptada por Dios y no lo fue la de Caín.
La que más concierta con el conjunto de la doctrina bíblica es la de que el sacrificio de un cordero pudo haber sido mandato de Dios como anticipo del «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo», o sea, el plan de la Redención.
Una prueba incidental de ello puede ser los numerosos altares de los tiempos prehistóricos que se encuentran esparcidos en el mundo. El paganismo distorsionó el propósito divino, llegando a ofrecer víctimas humanas, pero la orden de los sacrificios expiatorios que hallamos en el Pentateuco, después de la salida de Israel de Egipto, pudo ser, al igual que la institución del matrimonio y del día de reposo, una restitución de un antiguo mandato, más que una innovación.
«Acordarte has del día de reposo», dice en Éxodo. Y en cuanto a sacrificios, leemos que Abraham los ofrecía mucho antes de la institución del ministerio levítico. ¿De dónde le vino la idea a Abraham sino de una tradición procedente de la primitiva revelación de Dios en el Edén? La carta a los Hebreos (He. 11:4) dice que «por fe Abel ofreció mejor sacrificio». ¿Fe a qué? La fe requiere el conocimiento, o, en este caso, revelación.
El sacrificio de Abel es prueba de un carácter obediente a Dios, mientras que la ofrenda de Caín es prueba de un carácter altivo, que trató de imponer su propio culto de homenaje al Creador, y no quiso humillarse a depender de su hermano, para su ofrenda, a pesar de la probable revelación de Dios.
En el Nuevo Testamento Abel es considerado como mártir (Mt. 23:35) de su fe (He. 11:4) y de su justicia (1 Jn. 3:12). El primero en morir de la raza humana fue el primero en entrar en la gloria de Dios y una prenda de las primicias que nadie puede enumerar. «La sangre de Abel» clamó justicia sobre la tierra, pero la sangre de Jesucristo trajo el perdón y la salvación para todos los que se arrepienten (He. 12:24; 1 Jn. 1:7).
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