(transcripción griega del arameo «p'rîshã»: «separado»).
Uno de los tres partidos judíos que menciona Josefo, siendo los otros dos los saduceos y los esenios.
Los fariseos eran los más rigurosos (Hch. 26:5).
Con toda certeza, la secta de los fariseos apareció antes de la guerra de los Macabeos, como reacción contra la inclinación de ciertos judíos hacia las costumbres griegas. Los judíos fieles vieron horrorizados la creciente influencia del helenismo, y se aferraron con mayor fuerza a la ley mosaica.
Al desatar la persecución contra ellos, Antíoco Epifanes (175-163 a.C.) dio lugar a que se organizaran como partido de resistencia. Este rey de Siria ordenó la muerte de todos aquellos israelitas que no quisieran abandonar el judaísmo ni ajustarse al helenismo. Intentó destruir todos los ejemplares de las Sagradas Escrituras, ordenó la muerte de todos los que estuvieran en posesión de un libro del Pacto o que observaran la Ley (1 Mac. 1:56, 57).
Los asideos, o hassidim (judíos piadosos e influyentes), y todos los que observaban la Ley (1 Mac. 2:42; cp. 1:62, 63), participaron en la revuelta de los Macabeos como grupo particular. Aunque no llevaban el nombre de fariseos, fueron ellos, con toda probabilidad, los precursores.
Cuando la guerra perdió su carácter de lucha por la libertad religiosa y empezó a perseguir objetivos políticos, los hassidim se desinteresaron. Desaparecieron de la escena durante el periodo en que Simón y Jonatán encabezaron la nación judía (160-135 a.C.).
El término «fariseos» aparece en la época de Juan Hircano (135-105 a.C.). Él mismo era fariseo, pero abandonó su partido, uniéndose a los saduceos (Ant. 13:10, 5-6). Su hijo y sucesor, Alejandro Janneo, intentó exterminar a los fariseos. Su esposa Alejandra, que le sucedió en el año 78 a.C., reconoció que la fuerza no podía hacer nada contra la fe; entonces favoreció a los fariseos (Ant. 13:15, 5; 16:1).
Desde entonces, dominaron la vida religiosa de los judíos.
Los fariseos defendían la doctrina de la predestinación, que estimaban compatible con el libre albedrío. Creían en la inmortalidad del alma, en la resurrección corporal, en la existencia de los espíritus, en las recompensas y en los castigos en el mundo de ultratumba.
Pensaban que las almas de los malvados quedaban apresadas debajo de la tierra, en tanto que las de los justos revivirían en cuerpos nuevos (Hch. 23:8; Ant 18:1, 3; Guerras 2:8, 14). Estas doctrinas distinguían a los fariseos de los saduceos, pero no constituían en absoluto la esencia de su sistema.
Centraban la religión en la observancia de la Ley, enseñando que Dios solamente otorga su gracia a aquellos que se ajustan a sus preceptos. De esta manera, la piedad se hizo formalista, dándose menos importancia a la actitud del corazón que al acto exterior. La interpretación de la Ley y su aplicación a todos los detalles de la vida cotidiana tomaron una gran importancia.
Los comentarios de los doctores judíos acabaron formando un verdadero código autorizado. Josefo, él mismo un fariseo, dijo que los escribas no se contentaban con interpretar la Ley con más sutilidad que las otras sectas sino que además imponían sobre el pueblo una masa de preceptos recogidos de la tradición, y que no figuraban en la Ley de Moisés (Ant. 13:10, 6).
Jesús declara que estas interpretaciones rabínicas tradicionales no tienen ninguna fuerza (Mt. 15:2-6)
Los primeros fariseos expuestos a la persecución se distinguían por su integridad y valor, eran la élite de la nación. El nivel moral y espiritual de sus sucesores descendió.
Los puntos débiles de su sistema se hicieron hegemónicos y les atrajeron duras criticas. Juan el Bautista llamó a los fariseos y a los saduceos «raza de víboras». Jesús denunció su orgullo, hipocresía y su negligencia de los elementos esenciales de la ley, en tanto que daban la mayor importancia a puntos subordinados (Mt. 5:20; 16:6, 11, 12; 23:1-39).
En la época de Cristo los fariseos formaban una astuta camarilla (Ant. 17:2, 4) que tramó una conspiración contra Él (Mr. 3:6; Jn. 11:47-57). Sin embargo, siempre hubo entre ellos hombres sinceros, como Nicodemo (Jn. 7:46-51). Antes de su conversión, Pablo fue fariseo. Hizo uso de ello en sus discusiones con los judíos (Hch. 23:6; 26:5-7; Fil. 3:5). Gamaliel, que había sido su maestro, era también fariseo (Hch. 5:34).
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