Inmediatamente después del Diluvio, se decretó que «el que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada» (Gn. 9:6). El «vengador de la sangre» tenía derecho a dar muerte al homicida (Nm. 35:19).
Sin embargo, si éste podía alcanzar una ciudad de refugio, salvaba su vida de momento. Las ciudades de refugio no habían sido instituidas para ventaja de los criminales, sino para proteger a los homicidas involuntarios, por causa de imprudencia (Nm. 35:22-25).
En caso de que la muerte hubiera tenido lugar con premeditación, se daba muerte al criminal, incluso si se aferraba a los cuernos del altar (Éx. 21:14; cp. 1 R. 2:28-34).
El homicida que buscaba asilo en la ciudad de refugio era juzgado. No podía ser condenado a muerte más que por la acusación de dos testigos concordantes, como mínimo (Nm. 35:30; Dt. 17:6).
Si era culpable de homicidio voluntario, no podía librarse mediante ninguna compensación económica (Nm. 35:31); era entregado al vengador de la sangre, que le daba muerte (Nm. 35:19; Dt. 19:12). Si era absuelto, tenía derecho de asilo en la ciudad de refugio, pero tenía que permanecer allí hasta la muerte del sumo sacerdote.
Bajo la legislación mosaica, se había enunciado el principio de «ojo por ojo, diente por diente» (Mt. 5:38; Éx. 21:24). Este principio establece que la pena tiene que ser proporcional a la ofensa. La justicia es el principio rector en la retribución punitiva.
No podía darse lugar a una exaltación de la venganza, con castigos grandes a ofensas nimias, pero tampoco debía darse por justo al culpable ni dejarlo sin castigo (Dt. 19:11-13, 18-21).
Bajo la dispensación de la gracia el cristiano actúa bajo otro principio: siendo que es un objeto de gracia, tiene también que actuar en gracia hacia los demás. Al cristiano se dirige la amonestación: «No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor» (Ro. 12:19; Ap. 6:10; 19:2).
Ahora es el día de la gracia. Pero se avecina un día de venganza para aquellos «que no conocieron a Dios, ni obedecen el evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 Ts. 1:8).
El deber del cristiano de no vengarse no se enfrenta en absoluto con el ejercicio del gobierno de Dios, delegado en magistrados humanos, que derivan su autoridad de la de Él, en la represión y castigo de los crímenes. Este principio se reafirma en el NT, porque la autoridad «no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo» (Ro. 13:4).
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