Nuestro Señor recibió el nombre de Jesús, según las instrucciones que el ángel transmitió a José (Mt. 1:21) y a María (Lc. 1:31). Dado en ocasiones a otros individuos, este nombre podía ser expresión de la fe de los padres en Dios, Salvador de su pueblo, o también de su certeza de la futura salvación de Israel.
Impuesto al Hijo de María, el nombre revelaba las funciones particulares que iba a ejercer Su portador. «Llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). El título de Cristo proviene del gr. Christos (ungido), traducido del arameo M'shînã, del heb. Mãshîah (ungido, Mesías).
Así, Jesús es el nombre personal de nuestro Señor, en tanto que Cristo es Su título. Pero este segundo nombre se ha venido empleando desde los primeros tiempos, lo mismo que en la actualidad, como nombre propio, ya a solas, ya en combinación con el nombre Jesús.
En este artículo se presentan, a grandes rasgos, las etapas de la vida de nuestro Señor en la tierra, para presentar los principales acontecimientos en su orden probable y en sus relaciones mutuas.
I. CRONOLOGÍA.
Si bien no se pueden precisar de una manera absoluta las fechas del nacimiento, bautismo y muerte de Jesús, la mayor parte de los eruditos están de acuerdo en su datación dentro de límites muy estrechos.
Nuestro calendario ordinario tiene por su autor a Dionisio el Exiguo, abate romano que murió antes del año 550 a.C. Él decidió tomar el año de la encarnación como punto de referencia que permitiera situar las fechas anteriores y posteriores a la venida de Cristo; habiendo identificado el año 754 de la fundación de Roma con el año del nacimiento del Señor, pudo así determinar el año 1 de la era cristiana.
Pero las afirmaciones de Josefo revelan que Herodes el Grande, que murió poco tiempo después del nacimiento de Jesús (Mt. 2:19-22), murió en realidad algunos años antes de 754 de Roma. Herodes murió 37 años después de haber sido proclamado rey por los romanos, proclamación que tuvo lugar en el año 714 de Roma.
Así, la fecha de su muerte fue el año 751 o 750 (no sabemos si Josefo contaba las fracciones de años como años completos). La fecha de 751 parecería plausible, por cuanto Josefo informa que, antes de su muerte, Herodes hizo dar muerte a dos rabinos judíos, y que se produjo un eclipse de luna en la noche de su ejecución.
Los cálculos astronómicos indican que en el año 750 hubo un eclipse parcial de luna, la noche del 12 al 13 de marzo; pero toda la secuencia de eventos hasta su sucesión por Arquelao muestra que Herodes murió después de la Pascua del año 751 y varios meses antes de la Pascua del 752.
Así, Anderson, en su estudio cronológico de la Natividad, sitúa el nacimiento del Señor alrededor del otoño del año 750 o 4 a.C. (cf. Anderson Sir R. «El Príncipe que ha de venir», esp. págs 115-121, 241-246). La fecha del 25 de diciembre no apareció sino hasta el siglo IV d.C., y no tiene base histórica alguna.
Como confiesa Agustín de Hipona, las antiguas fiestas paganas fueron asumidas, con cambios de nombre, para satisfacer a las masas paganas cristianizadas que deseaban mantener sus festivales gozosos. El 25 de diciembre se corresponde con las Saturnalias.
La fecha en que nuestro Señor dio inicio a Su ministerio público se determina sobre todo en base a Lc. 3:1: «En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César... » Éste fue el año en que empezó el ministerio del Señor, primer año del reinado de Tiberio, que empezó el 19 de agosto del año 28 d.C., hasta el 19 de agosto del año 29 d.C.
Siendo que se cuenta como año uno el año del nacimiento del Señor (y no como año cero), el cómputo de años desde el 28-29 d.C. hasta el 4 a.C. nos da una edad para el Señor entre los 30 años y casi 32.
Otro argumento que concuerda con esta fecha es la declaración de los judíos, poco después del bautismo de Jesús: «En cuarenta y seis años fue edificado este Templo.» Herodes propuso la reconstrucción del Templo entre el año 20 y el 19 a.C.; pero prometió entonces no empezar las obras antes de haber consumado los preparativos, ante la desconfianza del pueblo.
Asumiendo un periodo de preparación de uno a dos años, los cuarenta y seis años mencionados nos llevan al 29 d.C. (cf. Anderson, op. cit., pág. 246; Ant. 15:11, 27).
La duración del ministerio de Cristo, y consiguientemente el año de su muerte, se determina sobre todo en base a la cantidad de fiestas pascuales mencionadas en el Evangelio de Juan.
Si sólo tuviéramos los Evangelios Sinópticos (véase EVANGELIOS), podríamos suponer que el ministerio de Jesús sólo duró un año; sin embargo, el Evangelio de Juan nos habla de tres Pascuas de una manera explícita (Jn. 2:13; 6:4; 13:1). Hengstenberg («Christology», pp 755-765) da pruebas abrumadoras de que Jn. 5:1 es también la fiesta de la Pascua.
En este caso, el ministerio de Cristo incluyó cuatro fiestas de la Pascua. Si fue bautizado a finales del año 28 o a inicios del 29, entonces su crucifixión tuvo lugar en el año 32 d.C. (Para una consideración más a fondo de este tema, véase Anderson, Sir R.: «El Príncipe que ha de venir» [Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1980], y cf. Hoehner, H. W.: «Chronological Aspects of the Life of Christ», en Bibliotheca Sacra, oct. 1973, ene., abril, jul., oct. 1974; ene. 1975 [Dallas Theological Seminary, Dallas].).
La cuestión cronológica ha llevado a muchas investigaciones, y hay fuertes controversias; sin embargo, las posturas de Anderson y Hoehner, aunque divergentes en un año, parecen las más sólidamente apoyadas. En este artículo se sigue la de Sir Robert Anderson.
II. CIRCUNSTANCIAS POLÍTICAS DE LOS JUDÍOS.
Cuando Jesús nació, Herodes el Grande era el rey de los judíos. Este hábil y cruel soberano reinaba a la vez sobre Samaria, Galilea y Judea. Aunque de origen idumeo, Herodes profesaba la religión judía.
Antípatro, su padre, había sido hecho gobernador de Judea por Julio César; el mismo Herodes, después de una agitada carrera, había sido proclamado rey de los judíos por los romanos. Monarca independiente en diversos sentidos, gobernaba, sin embargo, sólo gracias al apoyo de los romanos.
Dependía de ellos, que eran entonces los dueños y árbitros del mundo conocido. A la muerte de Herodes, su reino fue dividido entre sus hijos. Arquelao recibió Judea y Samaria; Herodes Antipas tuvo Galilea y Perea; Herodes Felipe el territorio situado al noreste del mar de Galilea (Lc. 3:1).
En el año décimo de su reinado, el 6 o 7 d.C., Arquelao fue destituido por Augusto. A partir de esta fecha, Judea y Samaria fueron administradas por gobernadores romanos, que ostentaban el título de procuradores; esta situación se mantuvo hasta la rebelión que acabó con la destrucción de Jerusalén el año 70 d.C., con excepción de los años 41 a 44, en que Herodes Agripa I ejerció la soberanía (Hch. 12:1).
Durante el ministerio de Cristo, Galilea y Perea, donde tuvo lugar la mayor parte de Su ministerio, estaban sometidas a Herodes Antipas (Mt. 14:3; Mr. 6:14; Lc. 3:1, 19; 9:7; 13:31; 23:8-12), en tanto que los romanos gobernaban directamente Samaria y Judea a través de su procurador que, a la sazón, era Poncio Pilatos.
El yugo, directo o indirecto, de los romanos, irritaba a los judíos en lo más vivo. Durante la vida terrenal de Cristo el país era constantemente presa de una efervescencia política.
Por un lado, los romanos trataban de dar a la nación tanta autonomía política como fuera posible, de manera que el sanedrín (tribunal supremo) ejercía su jurisdicción en un gran número de casos.
Los conquistadores también habían otorgado a los judíos numerosos privilegios que tenían que ver, sobre todo, con las prácticas religiosas. Pero, a pesar de todo, el pueblo tascaba el freno bajo una dominación extranjera que, en ocasiones, se hacía notar de una manera oprimente; los ocupantes, desde luego, no tenían la menor intención de devolver a los judíos la libertad de que habían gozado en una época anterior.
Además, la aristocracia judía, constituida en su mayor parte por los saduceos, no tenía ninguna hostilidad contra los romanos. Los fariseos, a los que se unían los adeptos a la piedad más rígida, querían conservar el judaísmo a toda costa, pero eludían los compromisos políticos.
Los escritos de la época hablan asimismo de los herodianos, que sostenían las aspiraciones de la familia de Herodes a la corona. Según Josefo, un partido de patriotas se levantó en diversas sublevaciones, pero en vano, intentando sacudir el yugo romano.
En tales circunstancias, todo hombre que se presentara como Mesías se arriesgaba a verse enlazado en los conflictos políticos. A fin de poder proclamar ante todo la dimensión espiritual del reino de Dios y de sentar sus bases mediante la redención, Jesús iba a esperar el tiempo marcado para el establecimiento del Reino, que tampoco debía ser introducido mediante manejos políticos, sino que vendrá a ser impuesto por una irrupción frontal, majestuosa e irresistible del Hijo del Hombre en Su Segunda Venida.
III. CONDICIÓN RELIGIOSA DE LOS JUDÍOS.
Es evidente que las circunstancias políticas influyeron intensamente en el desenvolvimiento de las condiciones religiosas. Los medios oficiales del judaísmo habían casi dejado a un lado el aspecto basal de la redención y arrebatamiento como introducción al Reino, conforme a las promesas del AT; y el pueblo en general centraba sus esperanzas en un reino terrestre que les daría la independencia y grandeza nacional.
Al prestar casi exclusivamente la atención a los aspectos externos del reino, olvidaban las bases morales y de redención sobre el que éste debía ser erigido. Los Evangelios nos presentan dos partidos dirigentes: los fariseos y los saduceos.
Los fariseos eran religiosos y tenían mucha más influencia sobre el pueblo que los saduceos; pero ponían su tradición teológica, las ceremonias y las sutilidades de la casuística por encima de la Palabra de Dios. Habían llegado a transformar la religión de Moisés y de los profetas en un formalismo estrecho, estéril, desprovisto de espiritualidad.
Los fariseos se opusieron a las enseñanzas de Jesús, a Sus doctrinas tan opuestas a sus tradiciones, y, sobre todo, se resintieron de que citara las Escrituras en oposición a la tradición. Los saduceos eran los representantes de la aristocracia.
Las familias de los sumos sacerdotes pertenecían a este partido. Influenciados por la cultura pagana, los saduceos rechazaban las tradiciones de los fariseos, y se interesaban más en la política que en la religión. Acabaron por manifestarse opuestos a Jesús, temiendo que sus acciones perjudicaran el equilibrio político (Jn. 11:48).
Se seguía llevando a cabo el suntuoso ceremonial del Templo de Jerusalén. Grandes multitudes frecuentaban fielmente las ceremonias religiosas. El fervor de la nación, celosa de sus privilegios, no había sido nunca tan grande. De vez en cuando, una explosión de patriotismo, mezclada con fanatismo, avivaba las esperanzas del pueblo.
Sin embargo, quedaban israelitas que mantenían el espíritu y la fe de una religión sin componendas. La mayor parte de ellos, aunque no todos, pertenecían a las clases inferiores de la población. La espera de un Salvador, de un Liberador del pecado, había subsistido entre ellos.
Jesús vino de uno de estos medios ricos en piedad. En la época de Cristo, el pueblo judío seguía siendo aún un pueblo religioso, conocedor del AT, que era leído en las sinagogas y enseñado a los niños. La nación manifestaba su interés en la religión y se agitaba en el plano político.
Estos hechos explican la efervescencia popular suscitada por las predicaciones de Juan el Bautista y de Jesús, la hostilidad que ambos suscitaron en las clases dirigentes, el éxito del método que Jesús usó en la predicación de las Buenas Nuevas, y la persecución y muerte violenta que Él mismo había ya anticipado.
IV. VIDA DE JESÚS.
1. Familia, nacimiento, infancia.
Las circunstancias del nacimiento de Jesús relatadas por los Evangelios concuerdan con la grandeza de Cristo y con las profecías mesiánicas. Estas circunstancias armonizan al mismo tiempo con la humilde apariencia que el Salvador debió tener en Su vida en la tierra.
Malaquías (Mal. 3:1 y Mal. 4:5, 6) había profetizado que un heraldo, dotado del espíritu y poder de Elías, precedería a la venida del Señor; Lucas nos relata, ante todo, el nacimiento de Juan el Bautista, el precursor de Cristo.
Zacarías, sacerdote de una sincera piedad, privado de descendencia y muy anciano, estaba ocupado en el Templo cumpliendo los deberes de su cargo. Le tocó en suerte (según la costumbre establecida entre los sacerdotes) hacer la ofrenda de incienso sobre el lugar santo, símbolo de las oraciones de Israel.
El ángel Gabriel se apareció a Zacarías, y le anunció que sería el padre del precursor anunciado. Esta aparición tuvo lugar, probablemente, el año 5 a.C. Después de ello, Elisabet y Zacarías se dirigieron de vuelta a su mansión, situada en un pueblo del país montañoso de Judá (Lc. 1:39).
Allí esperaron el cumplimiento de la promesa. Seis meses más tarde se apareció un ángel a María, virgen de la familia de David; esta doncella de Nazaret estaba prometida a un hombre llamado José, que descendía de David, el gran soberano de Israel (Mt. 1:1-16; Lc. 1:27). (Véanse GENEALOGÍA, MARÍA).
José, israelita piadoso y de humilde condición a pesar de su noble linaje, era carpintero. El ángel anunció a María que, por el poder del Espíritu Santo, ella vendría a ser la madre del Mesías (Lc. 1:28-38); el niño, cuyo nombre debía ser Jesús, heredaría el trono de Su antecesor David.
El ángel anunció a María también que su prima Elisabet estaba embarazada. Cuando el ángel se hubo ido, María se apresuró a ir a visitar a Elisabet. Al encontrarse, el Espíritu de la profecía entró en ellas.
Elisabet, saludando a María, la llamó la madre de su Señor; María, a ejemplo de la Ana de la antigüedad (1 S. 2:1-10) entonó un cántico de alabanzas, celebrando la liberación futura de Israel, y el honor que le había sido concedido.
En el tiempo en que Elisabet tenía que dar a luz, María se volvió a Nazaret. Dios mismo intervino para ahorrarle todo baldón. José, al ver el estado en que se hallaba María, quiso romper con ella en secreto, sin acusarla en público.
Pero Dios no le permitió actuar así. Un ángel le reveló en sueños la razón del embarazo de María; le dijo que el niño iba a ser el Mesías, y que debía nacer de una virgen, tal como lo había profetizado Isaías. José obedeció la voz del ángel, por cuanto su fe era tan profunda como la de María, y no la abandonó.
El niño nació de la virgen María, pero legalmente tuvo al mismo tiempo un padre humano, cuyo amor y honorabilidad protegieron a María; es evidente que fue ella quien más tarde dio a conocer estos hechos.
Ni Cristo ni Sus apóstoles recurrieron a la concepción virginal como demostración de que Jesús es el Mesías. Este silencio, sin embargo, no permite atacar la veracidad del relato. El hecho del nacimiento sobrenatural de Cristo no es susceptible de prueba histórica. Se debe aceptar como revelación.
Sin embargo, el relato de la manera en que Cristo se encarnó concuerda admirablemente con lo que sabemos de la grandeza del Mesías y de Su misión en la tierra, así como del hecho testificado de Su resurrección.
El Mesías debía ser la cumbre perfecta de la espiritualidad de Israel, y Jesús nació en el seno de una familia piadosa, que practicaba celosamente la religión pura del AT. El Mesías debía presentarse de una manera humilde: Jesús vino del hogar de un carpintero de Nazaret.
Era preciso que el Mesías fuera hijo de David: José, su padre legal, descendía de David, lo mismo que su madre. El Mesías debía ser la encarnación (véase ENCARNACIÓN) de Dios, uniendo en Su persona la divinidad y la humanidad: Jesús nació de una mujer, habiendo sido concebido milagrosamente por el poder del Espíritu Santo.
Lucas relata el nacimiento de Juan el Bautista, y cita el cántico profético que surgió de los labios tanto tiempo silenciados de Zacarías, su padre, a propósito del Precursor (Lc. 1:57-79). A continuación explica la razón de que Jesús naciera en Belén (Lc. 2:1-6).
Augusto había ordenado el censo de todos los súbditos del imperio, y su decreto incluía Palestina, aunque estuviera bajo la jurisdicción de Herodes. Pero es evidente que el censo de los judíos se hizo siguiendo el método judío: no es en el domicilio donde se registraba a cada cabeza de familia, sino en su lugar de origen.
José tuvo que dirigirse a Belén, la cuna de la casa de David, y María lo acompañó. El mesón, donde los forasteros podían alojarse, estaba ya lleno cuando llegaron José y María. Sólo encontraron espacio en un establo, que posiblemente era una cueva adyacente al mesón.
Era frecuente el uso de cuevas para cuadras y establos. El relato no dice que este establo alojara animales; es posible que no fuera entonces utilizado para este menester. En contra de lo que se piensa entre nosotros, el hecho de alojarse ocasionalmente en un establo no disgustaba a las gentes en aquel entonces; sin embargo, es bien cierto que el Mesías vino al mundo en un lugar extremadamente humilde. Había sido destinado a un caminar de humildad, y María lo acostó en un pesebre (Lc. 2:7).
A pesar de esta gran humillación, Su venida fue solemnemente atestiguada. Unos ángeles se aparecieron a unos pastores que pasaban la noche con sus rebaños en los campos cercanos a Belén.
Les revelaron el nacimiento del Mesías, el lugar donde había nacido, y proclamaron este mensaje de alabanza y bendición: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Lc. 2:14).
Los pastores se apresuraron a ir a Belén, hallaron al Niño, y relataron lo que habían visto y oído, volviendo después a su lugar. Todos estos hechos concordaban asimismo, de manera asombrosa, con la misión del Mesías; señalemos, además, que ello tuvo lugar en medio de gentes humildes del campo, y que pasaron desapercibidos en el mundo.
José y María se quedaron por un tiempo en Belén. Al octavo día, el niño fue circuncidado (Lc. 2:21) y le fue dado el nombre de Jesús, según las instrucciones que habían recibido. Cuarenta días después de su nacimiento, José y María subieron al Templo, en cumplimiento de la Ley (Lv. 12).
María hizo sus ofrendas de purificación y para presentar al nacido al Señor (Lc. 2:21). Esta expresión significa que todo primogénito israelita tenía que ser rescatado al precio de cinco siclos de plata (Nm. 18:15-16).
También, la madre tenía que ofrecer un holocausto en sacrificio de acción de gracias. Lucas señala que María ofreció la ofrenda de los pobres: «Un par de tórtolas, o dos palominos» (Lv. 12:18). Una vez más queda patente la modestia de medios de la familia. Pero el Mesías, a pesar de Su humildad, no debía salir del Templo sin reconocimiento.
Simeón, un piadoso anciano, se dirigió al santuario, movido por el Espíritu, y al ver al Niño, lo tomó en sus brazos. Dios le había prometido que no moriría antes de haber visto al Mesías. Simeón dio las gracias, y profetizó que Su vida sería gloriosa y trágica (Lc. 2:25-35).
Ana, anciana profetisa que estaba de continuo en el Templo, daba también testimonio de que el Cristo había venido (Lc. 2:36-38). Así, hubo un testimonio notable acerca del verdadero carácter del recién nacido.
Poco después de la vuelta de José y María a Belén, llegaron los magos de Oriente a Belén, preguntando por el rey de los judíos que acababa de nacer. Es indudable que estos hombres habían aprendido de los judíos dispersos por Oriente, que estaban esperando un rey, que debería aparecer en Judea y liberar a la humanidad.
Dios les había dado una estrella como señal (véase ESTRELLA de Oriente), que había aparecido en Oriente, anunciándoles (Mt. 2:2, 16) el nacimiento de este libertador. Es también seguro que les fue revelada la naturaleza divina del Niño, porque dijeron sin ambages que habían venido «a adorarle».
Las palabras de ellos intrigaron a Herodes, que convocó a los escribas para preguntarles dónde debía nacer el Mesías. Al enterarse de que era en Belén, Herodes envió allí a los magos, pero haciéndoles prometer que le harían saber quién era.
En el camino, los magos volvieron a ver la estrella, que se detuvo sobre Belén y sobre donde estaba el Niño. Habiendo hallado a Jesús, le ofrecieron presentes de gran precio: incienso, oro y mirra. El incienso es la ofrenda que corresponde a Dios, el oro, la imagen del tributo debido al Rey, y la mirra, la profecía de los sufrimientos del Mesías (Jn. 19:39; cf. Mt. 26:12; Lc. 24:1).
La presencia de estos extraños visitantes debió suscitar en José y María sentimientos encontrados de sorpresa y admiración, y debió serles una señal confirmatoria del elevado destino reservado al Niño y a la obra que Él iba a cumplir en favor de las naciones más alejadas.
Después de esto, Dios advirtió a los magos para que no volvieran a Herodes: este perverso deseaba tener sus indicaciones para dar muerte al recién nacido. Así, se dirigieron a su país por otro camino (véase MAGOS). Un ángel previno a José, dándole instrucciones de que se dirigiera con María y el Niño a Egipto, a fin de sustraerlo a la acción de Herodes.
Este cruel monarca, de quien Josefo nos cuenta que no tuvo reparos en hacer ejecutar a su propia esposa e hijos, y a otros parientes allegados, con una paranoica obsesión por mantenerse en el poder, envió a sus soldados a Belén para dar muerte a todos los niños menores de dos años.
Así, Herodes esperaba frustrar el propósito de los magos, que se habían ido sin revelarle dónde se hallaba el recién nacido. Es posible que los verdugos no dieran muerte a muchos niños, porque Belén era un lugar pequeño; pero se trató de una matanza horriblemente cruel. Jesús escapó a ella.
No conocemos la duración de la estancia del Señor en Egipto; probablemente no fue de más que unos pocos meses, porque Herodes murió en el año 3 a.C. Numerosos judíos vivían entonces en aquel país, por lo que José no debió tener dificultades en hallar asilo.
Cuando pasó el peligro, el ángel informó a José de la muerte del tirano, y le ordenó que volviera a Israel. José se había propuesto criar al Niño en Belén, la ciudad de David, pero por temor de Arquelao, hijo de Herodes, quedó indeciso y, por nuevo mensaje de Dios, fue con los suyos a Nazaret en Galilea.
Cuando Jesús comenzó Su ministerio público, se le llamó «el profeta de Nazaret» o «el nazareno». Éstos son los datos transmitidos por los Evangelios acerca del nacimiento de Jesús. Si para nosotros son de gran precio, no fueron muy recalcados en aquel entonces.
Las pocas personas que quedaron involucradas en estos hechos guardaron silencio, o los olvidaron. Es indudablemente María quien dio el relato de todo ello al fundarse la iglesia. Mateo y Lucas dan sus relatos con evidente independencia entre sí; Mateo, para demostrar que Jesús es el Rey, el Mesías, en quien se cumplen las profecías; Lucas, para exponer el origen de Jesús y el inicio de Su historia.
2. Infancia y juventud.
Después de establecerse en Nazaret, nada se nos dice de la vida de Jesús, excepto el incidente de la visita al Templo donde, a la edad de 12 años, acompañó a Sus padres (Lc. 2:41-51).
Este significativo episodio revela la profunda piedad de José y María, que se esforzaban en criar piadosamente al Niño; muestra asimismo el precoz desarrollo espiritual de Jesús, que se interesaba especialmente en los problemas religiosos de que trataban los rabinos judíos en sus lecciones, hasta el punto de separarse de Sus padres durante tres días.
Todos se asombraban de Su inteligencia, de Sus preguntas, y de Sus respuestas. Este pasaje de Lucas ilustra asimismo el aspecto humano de la vida de Jesús: «Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres» (Lc. 2:52).
Ni José ni María divulgaron los hechos asombrosos que acompañaron su nacimiento. Ni los compañeros de Jesús ni los miembros de Su familia lo consideraron como un ser sobrenatural; pero les debió parecer notable por Su vigor intelectual y por Su pureza moral.
Al tocar otros hechos que los Evangelios mencionan incidentalmente, podemos reconstruir un bosquejo de las circunstancias de la infancia y juventud de Jesús. Formaba parte de una familia, y tenía cuatro hermanos y varias hermanas (Mr. 6:3, etc.).
Ciertos exegetas suponen que se trataba de hijos procedentes de un matrimonio previo de José; otros pretenden que se trataba de primos de Cristo. Sin embargo, la evidencia interna de las Escrituras muestra que se trataba de verdaderos hermanos del Señor (véase HERMANOS DEL SEÑOR).
En todo caso, Jesús se crió en el seno de una familia, donde conoció alegrías y dolores. Llegó a ser carpintero, como José (Mr. 6:3), por lo que estaba acostumbrado a la actividad manual; al mismo tiempo, no faltaba una cierta formación intelectual en su medio.
Los niños judíos recibían una enseñanza de la Escritura muy intensa. En todo caso, las citas que hace nuestro Señor de las Escrituras demuestran que las conocía profundamente (cf. Jn. 7:15). Sus parábolas lo muestran sensible a las lecciones que se desprenden de la naturaleza, y siempre atento a ver el pensar de Dios revelado en Sus obras.
Nazaret se hallaba en la linde de la zona más activa del mundo judío, no lejos de donde se habían desarrollado algunos de los más famosos acontecimientos de Israel. Desde las alturas próximas a la ciudad se podían ver algunos de estos lugares históricos.
No lejos de Nazaret se extendía el mar de Galilea, en torno al cual se concentraba una especie de miniatura de los diversos aspectos de la vida. Era aquella época, como ya se ha señalado, de gran efervescencia política. Los rumores de acontecimientos sensacionales penetraban frecuentemente en los hogares judíos.
No hay razón alguna para creer que Jesús hubiera crecido en un aislamiento; es más bien de creer que estuvo constantemente alerta al desarrollo de los acontecimientos en Palestina.
Jesús hablaba el arameo, lengua que había tomado el lugar del antiguo hebreo entre la población judía para esta época; pero es seguro que oyó el griego, y es posible que lo conociera. Los evangelistas pasan en silencio todo este período de Su vida, por cuanto sus escritos no se proponen dar Su biografía, sino relatar Su ministerio público.
Lo que nosotros sabemos nos permite esbozar la persona del Señor en su aspecto humano, y nos muestra el medio en el que se preparó para Su futura actividad. Las pinceladas que nos dan los evangelistas revelan la belleza de Su carácter y el desarrollo gradual de Su naturaleza humana, esperando la hora en que se presentaría ante Su pueblo como el Mesías enviado por Dios.
3. EL BAUTISMO.
Esta importante hora sonó (posiblemente el verano o a finales del año 28 d.C.), cuando Juan, hijo de Zacarías (Lc. 1:80) recibió de Dios la misión de llamar a la nación al arrepentimiento, porque el Mesías iba a presentarse.
Juan abandonó el desierto donde había vivido de manera ascética, y se dedicó a ir a lo largo del Jordán, bautizando de lugar en lugar a aquellos que recibían su mensaje. Hablaba como los antiguos profetas.
Elías, de manera particular, llamaba al pueblo y a los individuos al arrepentimiento, anunciando la venida próxima del Mesías, cuyos juicios purificarían Israel, y cuya muerte quitaría el pecado del mundo (Mt. 3; Mr. 1:1-8; Lc. 3:1-8; Jn. 1:19-36).
El ministerio de Juan tuvo una importancia profunda e inmensa. Multitudes acudían a oírle, hasta de Galilea. El sanedrín le envió unos fariseos, para preguntarle con qué derecho se arrogaba tamaña autoridad. Las clases dirigentes no respondieron positivamente al llamamiento de Juan (Mt. 21:25), pero el pueblo lo escuchaba con admiración y emoción.
La predicación puramente religiosa de Juan el Bautista convenció a las almas verdaderamente piadosas que el Mesías tanto tiempo esperado iba a venir por fin. Después de haber ejercido Juan su ministerio durante un cierto tiempo, seis meses o quizás más, Jesús apareció entre la multitud y pidió al profeta que lo bautizara.
El profeta comprendió, por el Espíritu, que Jesús no tenía necesidad de arrepentimiento, y discernió que Él era el Mesías. «Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?» le dijo (Mt. 3:14). Naturalmente, Jesús estaba plenamente consciente de que Él mismo era el Mesías.
Su respuesta lo demuestra: «Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia.» El bautismo de Jesús significa que se entregaba a la obra anunciada por Juan, y que tomaba, en gracia, Su lugar entre el remanente arrepentido del pueblo que había venido a salvar.
Al salir del agua (Mr. 1:10; Jn. 1:33-34), Juan vio que el cielo se abría y que el Espíritu de Dios, en forma de paloma, descendía y reposaba sobre Jesús; una voz hizo saber esto desde el cielo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mt. 3:17).
Así, el poder del Espíritu fue otorgado en toda su plenitud a la naturaleza humana de nuestro Señor, con vistas a Su ministerio (cf. Lc. 4:1, 14). En el curso de Su ministerio se mostró de inmediato como verdadero hombre y verdadero Dios.
4. LA TENTACIÓN.
Jesús no debía abordar Su ministerio antes de estar suficientemente preparado. Sabiendo cuál era Su llamamiento, siguió de inmediato la inspiración del Espíritu, que lo llevó al desierto, sin duda para entregarse a la meditación y a la comunión con el Padre.
Satanás se presentó entonces, intentando desviarlo de Su misión, tratando de hacerle actuar mediante el egoísmo y por ambición. Los discípulos debieron conocer acerca de estos hechos a través del mismo Jesús.
No se puede dudar de la intervención personal del Tentador, ni de la realidad de la escena que nos ha sido descrita (Mt. 4:1-11; Lc. 4:1-13); es cosa a señalar además que el poder de la tentación residía en la sutileza con que el mundo fue presentado a Jesús como más seductor que una vida de austera obediencia a Dios, y cuyo final, desde una perspectiva meramente humana, sería trágico. La prueba duró cuarenta días; plenamente consagrado al destino de humildad y de sufrimientos que sabía era la voluntad de Dios para el Mesías, Jesús volvió al valle del Jordán.
5. LLAMAMIENTO DE LOS DISCÍPULOS.
Jesús comenzó Su obra sin proclamaciones espectaculares. Juan el Bautista dirigió a algunos de sus propios discípulos hacia Aquel que él calificó como el Cordero de Dios (Jn. 1:29, 36). Dos de ellos, Andrés y, probablemente, Juan, siguieron a su nuevo Maestro (Jn. 1:35-42); a la mañana siguiente, Jesús llamó a Felipe y a Natanael (Jn. 1:43-51).
Este reducido grupo acompañó a Jesús a Galilea. En Caná, el Maestro llevó a cabo Su primer milagro. Los discípulos vieron allí la primera señal de su gloria futura (Jn. 2:1-11). Aquí se puede constatar que Jesús no llevó a cabo ninguna gran manifestación pública.
El nuevo movimiento comenzó por la fe de algunos galileos desconocidos. Pero, según el relato de Juan, Jesús sabía perfectamente bien quién era Él y cuál era Su misión. Estaba esperando el momento oportuno para manifestarse a Israel como el Mesías.
6. Comienzo del ministerio en Judea.
Esta ocasión se presentó al aproximarse la Pascua, en abril del año 29. Saliendo de Capernaum, donde moraba con Su familia y discípulos (Jn. 2:12), Jesús subió a Jerusalén. Echó a los mercaderes que profanaban el Templo.
La represión de los abusos y la reforma del servicio divino formaban parte de los gestos de un profeta; pero las palabras de Cristo: «No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado» demuestran que Él se presentaba como más que un profeta (Jn. 2:16).
Esta reprensión equivalía a un llamamiento público dirigido a Israel, para invitar a la nación a seguirle en Su obra de reforma religiosa. Él sabía ya que la nación no lo seguiría, y que Él mismo sería rechazado, lo que daría ocasión, después de Su rechazamiento, para el llamamiento a los gentiles y la edificación de Su iglesia.
La predicción, apenas velada, de la muerte que Él iba a sufrir a manos de los judíos, demuestra también que Él ya esperaba este rechazamiento (Jn. 2:19).
Durante la visita de Nicodemo, Jesús proclamó la necesidad del nuevo nacimiento y de Su propia Pasión (Jn. 3:1-21), que daría acceso a todos los hombres a la salvación que el amor de Dios le había enviado a conseguir. Es Juan quien nos cuenta el comienzo del ministerio de Jesús en Judea (Jn. 2:13-4:3), que duró unos nueve meses.
Después de la Pascua, Jesús abandonó Jerusalén, y se retiró a las zonas rurales de Judea. La nación se mostraba poco dispuesta a seguirle, por lo que se puso a predicar la necesidad del arrepentimiento, como lo hacía todavía Juan el Bautista. Durante un cierto tiempo, los dos trabajaron mano a mano.
Jesús no quiso comenzar una obra independiente antes de que la misión providencial de Juan no hubiera llegado manifiestamente a su fin. La común acción de los dos buscaba el despertamiento espiritual de la nación. Al atraerse Jesús más discípulos que Juan, se decidió a abandonar Judea, porque no quería pasar como un rival de Juan (Jn. 4:1-3).
7. El ministerio en Galilea.
Cruzando Samaria, Jesús se encontró en el pozo de Jacob a una mujer con la que tuvo una memorable conversación (Jn. 4:4-42). Después se apresuró a llegar al norte del país. Cuando llegó a Galilea, la fama de Su nombre le había ya precedido (Jn. 4:43-45).
Era evidentemente en Galilea donde Jesús debía dedicarse a la obra, por cuanto los campos estaban ya blanqueados para la siega (Jn. 4:35). Una trágica circunstancia le indicó que la hora había ya llegado en la que, por la voluntad divina, Jesús debía emprender Su misión personal.
Supo que Herodes Antipas había hecho encarcelar a Juan el Bautista. El ministerio del Precursor había llegado a Su fin; había llamado a los judíos al arrepentimiento y al despertamiento espiritual, pero todo en vano. De inmediato, Jesús comenzó a predicar en Galilea el evangelio del Reino de Dios, exponiendo los principios fundamentales de la nueva dispensación, agrupando a su alrededor a aquellos que constituirían el núcleo de la futura Iglesia.
El gran ministerio galileo de Jesús duró alrededor de 16 meses. El Maestro centró Su actividad en Capernaum, ciudad comercial muy activa. En Galilea, Jesús se hallaba en medio de una población esencialmente judía, pero en una región en la que, a causa de la distancia, las autoridades religiosas de la nación no intervenían demasiado.
Es evidente que su propósito era anunciar el Reino del Señor y revelar al pueblo, mediante poderosas obras, cuáles eran a la vez su autoridad personal y la naturaleza de este reino. Jesús demandaba que se creyera en Él.
Revelaba el verdadero carácter de Dios, y Sus demandas en relación con los hombres. Jesús no reveló abiertamente que Él era el Mesías (excepto en Jn. 4:25-26), por cuanto Sus oyentes poco espirituales no habrían sabido discernir el verdadero carácter de Su misión; además, no había llegado aún la hora de la manifestación pública del Mesías (en gr. Cristo). En general, se aplicaba el término «Hijo del hombre».
Al principio, el Señor no hizo alusión a Su muerte, porque los oyentes no estaban preparados para oír de ella. Les enseñó los principios de la verdadera piedad, interpretándolos con autoridad. Sus extraordinarios milagros suscitaron un enorme entusiasmo.
Es así que atrajo sobre Sí la atención hasta el punto que todo el país estaba ávido de verlo y oírlo. Sin embargo, y tal como Él había previsto, las multitudes se dejaron arrastrar por sus falsas concepciones, y no pudieron reconocerlo en Su carácter de humildad y abnegación.
Sólo un pequeño grupo lo siguió fielmente; y fueron estos pocos los que propagaron por el mundo, después de Su muerte y resurrección, las verdades que el Maestro les había enseñado.
8. Viajes en dirección a Jerusalén, y ministerio en Perea.
Es imposible establecer de una manera precisa la sucesión de los movimientos del Señor, por cuanto el relato de Lucas, la fuente principal de enseñanzas para este período, no sigue un orden cronológico preciso. Pero los hechos esenciales son cosa bien conocida.
Jesús se atrae la atención del país entero, incluyendo la Judea. Envía a los setenta para anunciar Su llegada; se presenta en Jerusalén durante la fiesta de los Tabernáculos (Jn. 7); después, una vez más, durante la fiesta de la Dedicación (Jn. 10:22). En estas dos circunstancias se presenta al pueblo en varias ocasiones.
Declara ser la Luz del mundo, el Buen Pastor de la grey de Dios, y lucha audazmente contra las autoridades que se oponen a Sus enseñanzas. Recorre asimismo Judea y Perea, explicando al pueblo, de una manera bella y concreta, en qué consiste la vida espiritual auténtica, y qué concepción debemos tener de Dios y del servicio que debemos rendirle. Aquí se sitúan las parábolas:
del buen samaritano,
de los invitados al banquete de bodas (Lc. 14),
de la oveja extraviada,
de la dracma perdida,
de Lázaro y del rico malvado,
de la viuda importuna y el juez injusto,
del fariseo y el publicano.
En tanto que va creciendo la hostilidad mortal de las autoridades, el Señor proclama el Evangelio de una manera más completa. Hay un hecho que lleva la agitación a su punto culminante. Lázaro de Betania, amigo de Jesús, cae enfermo.
Cuando Jesús llega a su casa, hace ya cuatro días que ha muerto. Jesús lo resucita, siendo este milagro de una notoriedad y carácter que sobrepasa a todos los demás (Jn. 11:1-46). Este prodigioso acontecimiento, producido tan cerca de Jerusalén, hizo sentir sus efectos como una onda expansiva. A instigación de Caifás, que aquel año era el sumo sacerdote, el sanedrín estimó que sólo la muerte del agitador podría aniquilar Su influencia (Jn. 11:47-53).
Jesús se retiró de inmediato (Jn. 11:54). Es evidente que había decidido no morir antes de la Pascua. Como se iba aproximando el día de la fiesta, se puso otra vez en marcha hacia Jerusalén, atravesando Perea (Mt. 19; 20; Mr. 10; Lc. 18:31-19:28), enseñando y predicando nuevamente la inminencia de Su muerte y resurrección, llegando a Betania seis días antes de la Pascua (Jn. 12:1).
9. LA ÚLTIMA SEMANA.
En Betania, María, hermana de Lázaro, ungió la cabeza y los pies de Jesús, durante la cena. El Señor vio en este gesto la señal profética de su próxima sepultura. Al día siguiente hizo una entrada triunfal en Jerusalén, montado sobre un asno.
Al hacer esto, provocó la cólera de las autoridades, al presentarse públicamente como el Mesías, dando expresión del carácter pacífico del reino que había venido a fundar. Al día siguiente, al volver a la ciudad, maldijo una higuera que, llena de hojas, carecía sin embargo de frutos: símbolo notable de un judaísmo que, desviado de la verdad de Dios, pretendía sin poseer.
Después, como al inicio de Su ministerio hacía tres años, expulsó del Templo a los mercaderes que profanaban los atrios. Este gesto de Jesús constituía un nuevo llamamiento a la nación israelita, apremiada a purificarse (Mr. 11:1-8).
A pesar de la multitud de peregrinos que lo habían aclamado como Mesías durante Su entrada triunfal, y que seguían rodeándole jubilosamente, las autoridades religiosas siguieron manteniendo su actitud de hostilidad.
Al día siguiente (martes), Jesús volvió a la ciudad. Cuando llegó al Templo, los delegados del sanedrín le preguntaron en virtud de qué autoridad actuaba Él. Sabiendo que ellos ya habían decidido Su muerte, el Señor rehusó responderles, pero pronunció las parábolas de los dos hijos, de los viñadores malvados y de las bodas del hijo del rey (Mt. 21:23-22:14); éstas describen la desobediencia de las autoridades religiosas a los mandamientos divinos, su perversión del depósito sagrado confiado a la nación, el desastre que sobrevendría a su ciudad.
Se esforzaron en tenderle lazos para descubrir en Sus palabras un motivo de acusación o de denigración. Los fariseos y herodianos querían impulsarle a pronunciarse si era legítimo pagar el impuesto al César. Los saduceos le interrogaron acerca de la resurrección.
Un doctor de la Ley le preguntó acerca del más grande mandamiento. Habiendo quedado todos reducidos al silencio, Jesús los desconcertó al preguntarles el sentido de las palabras de David dirigiéndose al Mesías como su Señor. Efectivamente, el Sal. 110 implica claramente que Jesús no cometía blasfemia al decirse Hijo de Dios e igual a Dios.
Durante todo este día rugió la controversia, y Jesús acusó a los dirigentes indignos (Mt. 23:1-38). El deseo de ciertos griegos que querían verle le hizo presagiar que los judíos lo rechazarían, los gentiles lo seguirían, y que su muerte era inminente (Jn. 12:20-50).
Al salir del Templo, anunció tristemente a sus discípulos la próxima destrucción de aquel magnífico edificio; después, en una conversación con cuatro de los Suyos, habló con más detalles acerca de la destrucción de Jerusalén, de la difusión del Evangelio, de los sufrimientos futuros de Sus discípulos y de Su Segunda Venida (Mr. 13).
Esta declaración muestra que, en medio de la hostilidad que se había desencadenado contra Él, Jesús tenía la visión perfectamente clara; iba por delante de la tragedia, sabiendo que ella le conduciría finalmente a la victoria.
El plan de la traición fue seguramente llevado a cabo aquella noche. Judas, uno de los doce, había estado indudablemente alienado durante mucho tiempo del ideal espiritual del Maestro. El Iscariote estaba frustrado porque Jesús no mostraba intenciones de establecer un reino terreno.
Juan dice de Judas que era codicioso. Durante la cena de Betania, aquel avaro se dio finalmente cuenta de su antipatía irreductible contra Jesús. Encolerizado al darse cuenta de lo vano de sus esperanzas decidió entregar a su Maestro a las autoridades. Su traición cambió sus planes.
Los adversarios habían decidido esperar a que terminara la Pascua y que las multitudes se hubieran dispersado. No sabiendo de qué acusar a Jesús, acogieron complacidos la proposición de Judas. Parece que a la mañana siguiente, que era miércoles, Jesús se aisló en Betania.
El jueves por la tarde se tenía que sacrificar el cordero pascual; la cena conmemorativa, de la que tenían que participar todos los israelitas, se celebraba después de la puesta del sol.
Esa cena marcaba el inicio de la fiesta de los panes sin levadura, que duraba siete días. Este día, Jesús envió a Pedro y a Juan para que prepararan la fiesta en la ciudad, para los doce y para Él. Sus instrucciones significaban probablemente que se dirigieran a casa de un discípulo o de un amigo (Mt. 26:18).
Al ordenarles que, al entrar en la ciudad, siguieran a un hombre con un cántaro de agua, Jesús tenía la intención de mantener secreto el lugar donde iban a comer, para impedir a Judas que lo denunciara a las autoridades, lo cual hubiera podido causar la interrupción de la última y preciosa conversación con los apóstoles.
El jueves por la noche, Jesús celebró con sus discípulos la cena pascual. Con respecto a la posición de algunos de que Jesús fue crucificado en la tarde en que se sacrificaba el cordero pascual, y que la cena de la Pascua que celebró con Sus discípulos tuvo lugar un día antes de la verdadera celebración, se debe decir que se basa en una interpretación muy restringida del significado de la expresión «comer la pascua» en Jn. 18:28.
No hay discrepancia. Como bien observa Sir Robert Anderson: «La única cuestión pendiente, por lo tanto, es el que la participación de los sacrificios de paces de la fiesta (de los panes sin levadura, que duraban siete días) pudiera o no designarse con el término de "comer la Pascua".
La misma Ley de Moisés nos da la respuesta: 'Sacrificarás la Pascua a Jehová tu Dios, de las ovejas y de las vacas ... No comerás con ella pan con levadura; siete días comerás con ella pan sin levadura'» («El Príncipe que ha de venir», Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, pág. 131).
Anderson considera también en su obra otros aparentes problemas, mostrando la concordancia interna de los relatos evangélicos. Cristo no murió el día que se sacrificaba el cordero pascual, sino el siguiente, como lo registran Mateo, Marcos y Lucas. Sólo una errónea interpretación del lenguaje usado por Juan ha permitido llegar a una hipótesis tan ajena al relato evangélico.
La retirada de Judas tuvo lugar muy probablemente antes de la institución de la Cena del Señor (véase CENA DEL SEÑOR), y Jesús predijo dos veces la caída de Pedro; la anunció primero en el aposento alto, y después en el camino hacia Getsemaní.
El Evangelio de Juan no relata la institución de la Cena del Señor, sino las últimas palabras a los discípulos. Jesús los preparó de cara a Su muerte, revelándoles que, gracias a la obra del Espíritu Santo, su comunión espiritual sería mantenida y hecha fructífera (Jn. 14-16).
Juan también registra la sublime oración sacerdotal (Jn. 17). Camino de Getsemaní, Jesús advirtió a los discípulos que iban a ser dispersados, y los citó para después de Su resurrección, en Galilea. La agonía del huerto marcó el abandono total y definitivo de Su persona para el sacrificio supremo.
Judas apareció en la noche, acompañado de la cohorte, destacada de la guarnición acuartelada cerca del Templo, bajo el pretexto de que se tenía que arrestar a un peligroso revolucionario (Jn. 18:3, 12). Había con estos hombres algunos levitas de la guardia y algunos criados de los principales sacerdotes.
Judas sabía que Jesús tenía la costumbre de acudir a Getsemaní. Ciertos exegetas suponen que el traidor se dirigió primeramente al aposento alto y que, no hallando allí a Jesús, se dirigió al pie del monte de los Olivos, donde se hallaba el huerto. Después de unas breves palabras de protesta, Jesús se dejó arrestar; los discípulos huyeron.
La compañía armada lo condujo primero ante Anás (Jn. 18:13), suegro de Caifás. Jesús fue sometido a un interrogatorio preliminar por parte de Anás, mientras se convocaba el sanedrín (Jn. 18:13-14, 19-24).
Es posible que Anás y Caifás residieran en el mismo edificio, porque el relato dice que las negaciones de Pedro fueron pronunciadas en el patio del palacio, mientras tenían lugar los interrogatorios ante Anás y, después, Caifás. Jesús rehusó, al principio, dar respuesta a las preguntas que se le hacían, y demandó la compulsación de los testigos de cargo.
Anás lo envió atado a la residencia de Caifás, donde el sanedrín se había reunido con toda urgencia. Las deposiciones acerca de la blasfemia, que era el crimen que se le quería imputar, eran contradictorias. No se pudo dar prueba ninguna.
Finalmente, el sumo sacerdote abjuró solemnemente al acusado para que dijera si era el Mesías. Jesús lo afirmó de una manera totalmente clara. El tribunal, furioso, lo condenó a muerte por blasfemia. Los jueces, entregando al condenado a innobles burlas, revelaron por ello mismo el espíritu de iniquidad con el que habían pronunciado la sentencia (Mr. 14:53-65).
Pero la Ley exigía que el sanedrín promulgara sus decretos de día, y no de noche. Así, el tribunal volvió a constituirse de nuevo, temprano, y repitieron el proceso (Lc. 22:66-71). Como los judíos no tenían derecho a ejecutar a los sentenciados sin el consentimiento del procurador romano, el sanedrín se dispuso a enviar a Jesús ante Pilato.
Las prisas desvergonzadas de todo este procedimiento demuestran que el tribunal temía la intervención del pueblo, que hubiera podido impedir la ejecución. Pilato residía probablemente en el palacio de Herodes, sobre el monte Sion, no lejos de la mansión del sumo sacerdote.
Todavía temprano, los miembros del sanedrín se dirigieron al pretorio para demandar que el procurador accediera a sus designios. Los judíos querían que Pilato les permitiera ejecutar al condenado sin que él viera la causa, pero Pilato se negó (Jn. 18:29-32).
Entonces acusaron a Jesús diciendo «que pervierte a la nación, y que prohibe dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey» (Lc. 23:2). Cuando Jesús hubo admitido ante el gobernador su condición de rey, éste le interrogó sobre este punto particular (Jn. 18:33-38), y descubrió rápidamente que en Sus declaraciones no había un programa político de insurrección. Pilato afirmó que Jesús era inocente, y que quería liberarlo. Pero, en realidad, el procurador no se atrevió a oponerse a sus intratables administrados.
Después de haberle exigido encarnizadamente la ejecución de Jesús, Pilato recurrió a varios procedimientos mezquinos para quitar de sí aquella responsabilidad. Al saber que Jesús era galileo, lo envió a Herodes Antipas (Lc. 23:7-11), que se encontraba entonces en Jerusalén, pero Herodes rehusó juzgarlo. Mientras tanto, la multitud se acumulaba.
Era costumbre liberar a un preso en la fiesta de la Pascua, por lo que el gobernador preguntó a la multitud qué preso quería que liberara. Es evidente que esperaba que la popularidad de Jesús haría que escapara de los principales sacerdotes. Pero éstos persuadieron a la muchedumbre que pidiera a Barrabás.
El mensaje de la mujer de Pilato dando testimonio de la inocencia del Galileo aumentó sus deseos de salvarlo. A pesar de sus repetidas intervenciones en favor de Jesús, la muchedumbre se mostró implacable y ávida de sangre. El procurador, amedrentado, no tuvo la valentía de actuar en base a su convicción personal y se dejó arrancar el auto de ejecución.
Mientras que, en el patio interior del palacio, Jesús sufría el suplicio de la flagelación, que precedía siempre al enclavamiento en la cruz, Pilato quedó embargado de dudas. Al presentarles al ensangrentado Jesús, coronado de espinas intentaba de nuevo satisfacer a los judíos, que, enardecidos por lo que ya habían conseguido, clamaron: «Debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios» (Jn. 19:1-7). Estas palabras renovaron en Pilato sus temores supersticiosos. Aún otra vez interrogó privadamente a Jesús, y volvió a intentar Su puesta en libertad (Jn. 19:8-12).
Los judíos, conociendo bien las ambiciones políticas del gobernador, lo acusaron de apoyar a un rival del emperador y de ser desleal a César. Esta calumnia fue más fuerte que las dudas de Pilato.
Tuvo con ello el sombrío gozo de oír a los judíos proclamar toda su sumisión a Tiberio (Jn. 19:13-15), y entregó al Nazareno a Sus enemigos. Aunque era inocente, Jesús había sido condenado, y sin el debido proceso legal. Su muerte fue en realidad un asesinato legalizado. Cuatro soldados lo ejecutaron, bajo la supervisión de un centurión (Jn. 19:23).
Dos criminales fueron llevados a la muerte junto con Él. Por lo general, los condenados llevaban personalmente las dos partes de su cruz, o solamente la parte transversal. Al principio Jesús llevó, al parecer, la cruz entera (Jn. 19:17), y después obligaron a Simón de Cirene a que la cargara (Mt. 27:32; Mr. 15:21; Lc. 23:26).
El lugar de la crucifixión se hallaba fuera de las murallas, a poca distancia de la ciudad (véase CALVARIO). Habitualmente, el reo era clavado en la cruz tendida en tierra, y después la cruz era levantada y plantada en un agujero preparado para ello.
El crimen del reo era indicado en una tableta fijada por encima de la cabeza. Para Jesús, la inscripción fue hecha en hebreo (arameo), griego y latín. Juan es el que la reproduce en su forma más larga: «JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS» (Jn. 19:19). Marcos dice: «Era la hora tercera cuando le crucificaron» (Mr. 15:25), es decir, las nueve de la mañana.
Si recordamos que el sanedrín lo había hecho comparecer al despuntar el día (Lc. 22:66), no hay problema acerca de Su crucifixión a las nueve de la mañana, lo que concuerda con las prisas de los judíos desde el inicio del drama.
En relación con la crucifixión, los Evangelios relatan unos detalles en los que no se puede entrar por falta de espacio. Ciertos reos se mantenían vivos varios días en la cruz; pero en el caso del Señor Jesús, además de que humanamente hablando se hallaba muy debilitado, se debe tener en cuenta que Él era el dueño de Su vida y muerte.
Él había dicho a Sus discípulos: «Yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar...» (Jn. 10:17, 18). Así, a la hora novena (aproximadamente nuestras tres de la tarde), después de que todo el país hubo estado tres horas en tinieblas, Cristo expiró con un gran clamor.
Este mismo hecho muestra que la muerte de Cristo fue un acto activo de Su voluntad. No es ésta la manera en que mueren los crucificados, sino totalmente agotados, sin poder respirar. Las palabras pronunciadas desde lo alto de la cruz demuestran que estuvo consciente hasta el final, y que Él sabía perfectamente el significado de todo lo que sucedía.
Un número muy pequeño de personas asistió a Sus últimos instantes. La multitud, que al principio había seguido el cortejo, se había vuelto a la ciudad, atemorizada ante las señales que habían acompañado la ejecución de Jesús.
También los burlones sacerdotes se habían retirado. Algunos discípulos y los soldados fueron, según los Evangelios, los únicos que permanecieron allí hasta el fin. Así, los dirigentes no estaban informados de la muerte de Cristo. Para que los cuerpos no quedaran colgados de la cruz durante el sábado, los judíos pidieron de Pilato que se quebraran las piernas de los crucificados.
Cuando los soldados se acercaron a Jesús para hacerlo con Él, se dieron cuenta de que ya había expirado. Queriéndose asegurar, uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza. Juan, que estaba presente, vio salir sangre y agua de la herida (Jn. 19:34-35).
Hay comentaristas que creen ver aquí que la causa de la muerte de Jesús fue el quebrantamiento de corazón. Sin embargo, como se ha indicado anteriormente, Jesús no murió porque Su cuerpo cediera, sino porque Él entregó Su vida. El quebrantamiento de Su corazón, si sobrevino, fue efecto, no causa de su muerte.
Sin embargo, el hecho de que Él tuviera un absoluto control sobre Su vida, para ponerla y volverla a tomar, no quita realidad alguna a la inmensa profundidad de Sus sufrimientos, tanto de manos de Sus enemigos como, sobre todo, por la ira de Dios que cayó sobre Él como la víctima por los pecados del mundo.
En palabras de J. N. Darby: «Para Él la muerte fue muerte. La debilidad total del hombre, el poder extremo de Satanás, y la justa venganza de Dios. Y a solas, sin simpatía de nadie, abandonado de todos aquellos a los que Él había amado.
El resto, Sus enemigos. El Mesías entregado a los gentiles y cortado, ante un juez lavando sus manos y condenando al inocente, los sacerdotes intercediendo en contra del santo en lugar de en favor de los culpables. Todo tenebroso, sin un rayo de luz, ni siquiera de Dios» («Spiritual Songs», nota en pág. 34).
José de Arimatea, discípulo secreto de Jesús, a pesar de su elevada posición y de su membresía en el sanedrín, no había consentido en la condena del Señor (Lc. 23:51). Fue ante Pilato y reclamó el cuerpo de Jesús. Acompañado de algunas personas, José lo depositó en un sepulcro nuevo que había hecho tallar en la roca de su huerto.
10. RESURRECCIÓN Y ASCENSIÓN.
El repentino arresto y la rápida muerte de Jesús desconcertaron y abrumaron a los discípulos. Los Evangelios mencionan que al menos en tres ocasiones el Señor les había anunciado Su muerte y resurrección al tercer día; a pesar de ello, los discípulos se sentían demasiado frustrados en su dolor para tener ninguna esperanza.
Los que han conocido el abatimiento y la amargura de una desolación completa no se asombran del comportamiento de los discípulos, ni dudan del relato evangélico. Los Evangelios no pretenden dar una relación total de los hechos, ni un catálogo de pruebas de la resurrección.
Son un testimonio de la realidad por el testimonio de los apóstoles, a los que Cristo se apareció en tantas ocasiones (1 Co. 15:3-8). Los Evangelios han registrado aquellos hechos que tienen un interés intrínseco, aquellos que Dios quiere que todos conozcan.
El orden de apariciones del Resucitado fue, probablemente, el siguiente:
Muy de mañana, el primer día de la semana, dos grupos de devotas galileas se dirigieron a la tumba para ungir el cuerpo de Jesús, con vistas a Su sepultura definitiva. El primero estaba compuesto por María Magdalena, María la madre de Jacobo, y Salomé (Mr. 16:1). Juana y otras mujeres no nombradas formaban un segundo grupo. El pasaje de Lc. 24:10 menciona el relato dado por todas las mujeres.
El primer grupo vio la piedra desplazada lejos del sepulcro; María Magdalena creyó que el cuerpo había sido quitado, y corrió para decírselo a Pedro y a Juan (Jn. 20:1, 2). Al entrar en el sepulcro, las otras mujeres vieron a un ángel que les anunció la resurrección de Jesús, y les dio orden de llevar la nueva a los discípulos (Mt. 28:1-7; Mr. 16:1-7).
Es de suponer que al apresurarse a reunirse con ellos, se encontraron con el otro grupo de mujeres, y volvieron con ellas a la tumba, donde dos ángeles les repitieron solemnemente que Jesús no se hallaba ya entre los muertos, sino entre los vivos (Lc. 24:1-8).
Saliendo del sepulcro, corrieron hacia Jerusalén para anunciar estas nuevas. Por el camino, Jesús se apareció a ellas (Mt. 28:9, 10). Durante este intervalo, María Magdalena había ya informado a Pedro y a Juan que el sepulcro estaba vacío; los dos discípulos fueron allí corriendo y vieron que era así como se les había dicho (Jn. 20:3-10).
María Magdalena los había seguido. Ellos salieron del huerto, pero ella permaneció allí, y allí Jesús se apareció a ella (Jn. 20:11-18). Finalmente, todas las mujeres se reunieron con los discípulos, dándoles la maravillosa noticia. Pero la fe de los discípulos en la resurrección no debía basarse sólo en el testimonio de las mujeres.
En este primer día de la semana, el Señor apareció a Simón Pedro (Lc. 24:34; 1 Co. 15:5), después a dos discípulos que se dirigían al pueblo de Emaús (Lc. 24:13-35); aquella misma tarde, Jesús se presentó a los apóstoles, en ausencia de Tomás (Lc. 24:36-43; Jn. 20:19-24).
Esta vez comió delante de ellos, para demostrarles la realidad de su resurrección corporal. Los discípulos permanecieron en Jerusalén, en tanto que Tomás persistía en no creer lo sucedido. El domingo siguiente, Jesús se apareció de nuevo para dar la prueba de Su resurrección al apóstol incrédulo (Jn. 20:24-29).
Es entonces, por lo que parece, que los apóstoles se dirigieron a Galilea. El Evangelio habla de siete de ellos que pescaban en el mar de Tiberíades, cuando el Señor se les apareció (Jn. 21). Les dio también una cita en un monte de Galilea; es allí que les confió la Gran Comisión, prometiéndoles Su poder y Su continua presencia (Mt. 28:16-20).
Los quinientos discípulos de los que habla 1 Co. 15:6 es probable que asistieran a esta solemne delegación de autoridad. Más tarde, el Señor apareció también a Jacobo (v. 7), pero no sabemos dónde. Finalmente, Jesús envió a los apóstoles a Jerusalén, y los condujo al monte de los Olivos, en un lugar desde donde se divisaba Betania (Lc. 24:50, 51); de allí fue tomado al cielo, y una nube lo quitó de sus ojos (Hch. 1:9-12).
Así, el NT menciona diez apariciones del Salvador resucitado, a las que Pablo añade su encuentro con Jesús en el camino de Damasco (1 Co. 15:8). Pero es indudable que hay otras apariciones que no han quedado registradas. Según Hch. 1:3, «después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días».
Sin embargo, ya no se mantuvo constantemente en contacto con Sus discípulos como antes; se manifestaba ante ellos en ciertas ocasiones (Jn. 21:1). Los cuarenta días entre la resurrección y la ascensión fueron un período de transición, destinado a formar a los discípulos en vista del futuro ministerio que iban a asumir.
Había necesidad de que Jesús demostrara claramente, en diversas oportunidades, que había realmente resucitado. Ya se ha visto anteriormente que estas pruebas las dio de una manera plena y concluyente.
El Señor tenía que completar Sus enseñanzas sobre la necesidad de Su muerte y sobre el carácter de la Iglesia que iba a establecer mediante el ministerio de ellos. También tenía que mostrar a Sus discípulos cómo Su obra era el cumplimiento de las Escrituras; también era éste el momento para empezar a hacerles comprender que se avecinaba una nueva dispensación. Antes de la muerte de Jesús, los Suyos no estaban preparados para recibir tal enseñanza (Jn. 16:12).
También, las experiencias durante aquellos cuarenta días ayudaron a los discípulos a reconocer que, aunque ausente, su Señor estaba vivo, y muy cercano a ellos, aunque invisible; que había entrado en una vida nueva, con un cuerpo como aquel en el que le habían conocido y que, además, había sido ahora glorificado.
Así, los suyos fueron llevados a proclamar por todo lugar la divinidad del Unigénito Hijo, verdadero rey de Israel, también el Hombre de Nazaret, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Mientras tanto, los judíos afirmaban que los discípulos habían robado el cuerpo de Jesús. El día de la crucifixión, los principales sacerdotes le habían pedido a Pilato que hiciera guardar la tumba por una guardia de soldados, por miedo a que el cuerpo de Jesús fuera sustraído.
Cuando se produjo la resurrección, acompañada del descenso de un ángel que hizo rodar la piedra del sepulcro (Mt. 28:1-7), los guardias se aterrorizaron y huyeron. Paganos y supersticiosos, seguramente no fueron más tocados por lo que habían visto que el común de las personas ignorantes que piensan ver fantasmas.
Las autoridades judías afectaron creer en una superchería de parte de los discípulos, y explicaron de esta manera la afirmación de los soldados, a los que sobornaron para reducirlos al silencio acerca de la resurrección de Jesús. Así se esparció la historia de que el cuerpo había sido quitado mientras dormían los de la guardia (Mt. 28:11-15). El día de Pentecostés, los apóstoles empezaron a dar testimonio de la resurrección de Jesús; el número de los creyentes aumentó rápidamente (Hch. 2).
Los principales sacerdotes se esforzaron entonces, no mediante argumentos, sino por la violencia, en destruir este testimonio y en aplastar la naciente secta (Hch. 4). Hay por lo tanto dos hechos que permanecen irrefutables:
(I) No ha habido nunca ninguna persona capaz de mostrar el cuerpo muerto de Jesús. Los judíos hubieran podido sacar de ello el máximo partido, porque de esta manera hubieran cerrado definitivamente la boca a los discípulos. Por otra parte, si los cristianos hubieran estado en posesión del cuerpo, no se hubieran podido refrenar de embalsamarlo y de rodearlo de un verdadero culto.
(II) Si los discípulos hubieran afirmado falsamente la resurrección de su Señor, nada los hubiera llevado al martirio, y ello por millares, para sustentar una falsedad consciente. La Iglesia primitiva estaba totalmente convencida del hecho de la resurrección.
Toda la transformación de los apóstoles y el dinamismo inaudito de los primeros cristianos no puede tener otra explicación, ni psicológica ni espiritualmente, sino sólo por el hecho de que eran testigos fidedignos de la resurrección de Cristo, con todas las consecuencias que ello comportaba.
Este artículo no tenía el propósito de desarrollar las enseñanzas del Señor Jesucristo, sino el de presentar el marco exterior e histórico de Su existencia terrena. Los Evangelios nos revelan gradualmente la personalidad de Jesús y Su mensaje.
Esta revelación misma constituye una de las pruebas más sólidas de la veracidad de los relatos que se hallan en la base de nuestra información. Por Su humanidad, Cristo se sitúa sobre el plano histórico y en un medio particular. Su vida se desarrolla de una manera natural, sin detenerse, dirigiéndose con un propósito definido.
Esta existencia auténticamente humana pertenece a la historia, pero Jesús declara abiertamente que Él es más que un hombre (cfr. p. ej., Mt. 11:27; Jn. 5:17-38; 10:30; 17:5, etc.); se revela poco a poco a Sus discípulos, que quedan impresionados por Su dignidad soberana (Mt. 16:16; Jn. 20:28). Más tarde, bajo la luz del Espíritu, de la reflexión y de la experiencia, se les fue desvelando más y más el hecho de Su divinidad.
El último de los apóstoles supervivientes vino a ser el cuarto evangelista. Relatando la carrera terrena de su Señor, lo presenta como la encarnación de Aquel que es el Verbo de Dios. Pero Juan nunca descuida ni disimula el aspecto humano de Jesús.
Nos hace, de este Hombre incomparable, un retrato sumamente preciso. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1:1). «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Jn. 1:14).
«Estas (cosas) se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn. 20:31).
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